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lunes, 4 de diciembre de 2017

UN REGALO POR NAVIDAD



UN REGALO POR NAVIDAD




            El tren se desplazaba a mediana velocidad entre las estaciones, pues la distancia entre ellas no era muy grande y en cuestión de un par de minutos se llegaba a la siguiente. Dado que era plena hora punta, el momento en el que las personas salían de sus trabajos o volvían a ellos, los andenes de las estaciones o los vagones de los trenes se encontraban repletos de viajeros. Era muy difícil poder encontrar un sitio libre, hasta era difícil poder hallar un hueco donde tan siquiera apoyar la espalda estando de pie. Es lo que tenía vivir en Madrid, una ciudad enorme, tan vital como ruin, tan maravillosa como sucia, tan luminosa como oscura. Pero al menos quedaba poco para Navidad e incluso en estos tiempos de ironía, falta de creencias, hipocresía y cinismo siempre era una época en lo que todo se veía bajo otro punto de vista; con más optimismo e ilusión, quizás.
            Pero para Antonio nada del espíritu navideño tenía sentido, y mucho menos religioso. No es que no creyera en Dios, o en Jesucristo, pero estaba tan harto de todo, incluso de sí mismo, que lo que menos le hacía exclamar de alegría eran las luces de colores o los vistosos escaparates de las tiendas y centros comerciales. A sus cincuenta y pico años de edad (edad celosamente guardada en secreto), con el pelo ya casi cano y profundas arrugas en la frente y ojos por una vida de duro trabajo y profundas preocupaciones, Antonio sencillamente pasaba de todo. Su vida era rutinaria: levantarse por las mañanas, ir a la oficina, trabajar, volver a casa a media tarde, ver un poco la televisión mientras cenaba, dormir y al día siguiente vuelta a hacer lo mismo. Los fines de semana los pasaba yendo a la asociación a jugar a las cartas o al dominó, o en el bar viendo los partidos de fútbol, su gran pasión. Tenía otras aficiones, le gustaba el cine y la lectura. Dado que desde su casa hasta el puesto de trabajo había un buen viaje, siempre llevaba en su maletín una o dos novelas con las que entretenerse. Le gustaba sobre todo dos géneros literarios: la novela histórica y la fantástica estilo aventuras o suspense, pudiendo ser un relato del inquietante Lovecraft, del talentoso Conan Doyle o el épico Julio Verne. Y es que leyendo esas obras su mente se transportaba a otros mundos radiantes e increíbles, y por unos momentos todo lo olvidaba, incluida su rutinaria y gris existencia. No es que Antonio se quejara, al menos, aunque no fuera feliz, estaba tranquilo. Y en estos tiempos turbulentos donde el paro, la corrupción política, el fanatismo de unos y la intolerancia de otros hacían más difícil la existencia de los ciudadanos normales (los pilares más importantes de cualquier sociedad), era todo un logro llevar una vida tranquila.

             
            El problema de Antonio es que estaba solo, no poseía ilusiones ni esperanzas, y al faltarle estas dos cosas tan importantes no le apetecía nada afrontar el mañana con bríos o, sencillamente, no quería que su rutina cambiara ni un ápice. Es así como funcionaba: si no tienes nada por lo que luchar, ¿para qué hacerlo entonces? Era malgastar tiempo, energía e ilusiones que invariablemente terminaban convertidas en frustraciones y de ahí a depresiones. Era lo que pensaba Antonio. Su mujer había muerto hace muchos años, y sus padres ya no estaban tampoco, tuvo un hermano que también se marchó antes de tiempo, y del resto de su familia ya hacía décadas que no sabía nada; ni le interesaba a estas alturas. Tenía un hijo, Manuel, pero ya no le veía desde hace cuatro años. Habían discutido, cosas de padre e hijo, en realidad nada serio, pero que se convierten en agravios irresolubles de esos que no suelen perdonar y mucho menos a un padre; o viceversa. Su hijo se había marchado a trabajar al extranjero, con una gran empresa, a Alemania, o eso creía, pues en la última llamada de teléfono que condescendientemente Manuel hizo a su padre le informó que seguramente se trasladaría a Inglaterra o Francia; desde entonces Antonio ya no supo más de Manuel.
            ¿Cómo se había llegado a esa situación? Antonio se culpaba en ocasiones de que su único hijo no le hablara, pero otras le echaba la culpa, y siempre se prometía que intentaría ponerse en contacto con él para aclarar todo y hacer las paces. Pero los días pasaban y las ganas desaparecían. Era perder el tiempo, razonaba, si Manuel quisiera hablarle ya lo habría hecho, y si no lo hacía, era la prueba de que ni tan siquiera pensaba en su padre. ¿E iba a ser él quien se humillara llamando a su hijo y rogándole que le perdonara? Y el tiempo seguía pasando.
            Así que allí estaba, de pie en un vagón de un tren de cercanías de Madrid, con la mano sujetado a una barandilla, rodeado por otras personas, hombres y mujeres de todas las edades con la misma expresión cansina y aburrida que él. Leía un libro de novela histórica, pero como solía suceder casi todos los días, su atención en la lectura se vio interrumpida por un hombre que andaba pidiendo dinero a voz en grito. Era alto, desgarbado y delgado hasta la enfermedad. Los huesos de la cara se le marcaban y los ojos eran grandes y brillantes. Poseía una larga barba negra, sucia, y el pelo igual de largo y enmarañado. Podía igualmente tener veinticinco años que treinta y cinco, imposible saberlo. Siempre iba cargado con una o dos bolsas de plástico, lo que hubiera en ellas tampoco era fácil de saber. Vestía con ropa sucia, deshilachada, y las manos las tenía negras de no lavárselas. Subía al vagón de tren cada día y narraba sus miserias.
—¡Señores y señoras, por caridad, por amor de Dios, es Navidad, ayúdenme! —decía aquel individuo con la práctica que daba el hacerlo muy a menudo, con una mano tocándose el corazón y con la otra sujetando sus bolsas— ¡Me he quedado en el paro y tengo dos hijos pequeños y una mujer que viven en la calle, pues mi casa me la quitado el banco por no poder pagarla! —eso del banco solía lanzar quedas exclamaciones de indignación entre los viajeros no habituales y demasiado ingenuos o lerdos— ¡Les pido una ayuda, bien para comer, bien para poder pagar una pensión en la que dormir esta noche mi familia y yo! ¡En la calle hace mucho frío y tengo hambre! ¡Les pido una ayuda, sobre todo ahora que estamos en Navidad, perdonen que les haya molestado, pero ya la situación me obliga a tener que pedir! ¡Qué Dios les ayude como ustedes me están ayudando a mí! ¡Feliz Navidad!

            Y a continuación paseaba por todo el vagón con la mano extendida. Si alguna moneda era echada en la mano, esta, cuán veloz serpiente, iba directa a un bolsillo del raido anorak para aparecer a continuación vacía. Antonio no le daba nunca nada, ni le miraba, como la inmensa mayoría de los pasajeros, y es que ya conocían a ese hombre aunque no supieran nada de su vida ni su nombre. Era un drogadicto, no tenía familia y nunca había tenido un piso propio; sus padres sí poseían un inmueble, pero sí que era cierto que era del banco, pues sus padres, señores muy mayores y venerables, lo habían vendido todo en un intento de ayudar a su hijo a desintoxicarse y pagando caros tratamientos en clínicas privadas. Su hijo agradeció tanta ayuda y amor volviéndose a enganchar a las drogas y con mayor virulencia. El dinero que sacaba pidiendo era para la dosis, y si en el tren no conseguía lo suficiente entonces marchaba a la calle a golpear las cabinas de teléfono en busca de monedas, o a intimidar a comerciantes chinos, o a otros delitos mayores. Antes iba en busca de sus padres a los que golpeaba hasta que lograba sacarles algo de valor, o les robaba pertenencias que malvendía, todo por la maldita dosis. Su fuente de ingresos principal, sus padres, ya se había secado, pues la Comunidad de Madrid intervino el día que la paliza fue tan brutal que los dos ancianos tuvieron que ser ingresados de urgencia en un hospital. Los otros hijos del matrimonio se llevaron consigo a los dos mayores y el drogadicto quedó solo y con una orden de alejamiento; ese fue todo el castigo que una patética Justicia pudo infringir.
            Antonio no sabía nada de esa historia, claro, pero lo intuía, pues ya se sabe lo que dice el refrán: más sabe el diablo por viejo que por diablo. Y es que Antonio se había criado y crecido en barrios duros de la capital, y conocía a este tipo de individuos. Era un enfermo, cierto, y tal vez por eso debía compadecerse de su situación, pero Antonio no podía hacerlo. Si había una clase de personas que detestaba por encima de otras era a los borrachos, a los drogadictos y a los que abusaban de los indefensos. Y si ese drogadicto estaba enfermo era por drogarse, no por otra cosa. En su momento fue una persona sana, que sabía muy bien lo que la droga puede hacer y el precio que hay que pagar. Si ahora se encontraba mal era su problema, había sido su decisión y debía vivir con ella, pero sobre todo responsabilizarse y aceptar las consecuencias. Si le daba dinero no le ayudaba, sino que agravaba su problema, pues estaría colaborando para la dosis, en mantener la drogadicción y, lo que era peor, colaborando en su muerte. El destino de todos estos desdichados siempre era el mismo: la muerte. Un día, o una noche, tomaría esa última dosis que afectaría de forma irremediable a su castigado organismo y moriría. Y por el aspecto famélico y enfermizo de aquel sujeto no debía quedar mucho para esa fatal dosis.
            No, Antonio no quería colaborar en eso. Y al desprecio que sentía hacia esas personas se unían sus pensamientos. No le conmovían los ruegos, las súplicas ni las historias que esa y otras personas contaran en los vagones del tren o en las calles. En una ocasión Antonio quiso ayudar a otro drogadicto. Este pedía dinero o comida si no le podían dar monedas, entonces aceptaría un bocadillo, una lata de comida o lo que fuera. Antonio se acercó al hombre y le ofreció pagarle un menú diario en un restaurante. Al principio aquel sujeto aceptó, pero cuando se acercaban al bar se encaró de malos modos con Antonio y le exigió dinero, pues recién se acordaba que tenía una cita importante a la que acudir. Antonio se negó a darle nada, y si quería ayuda, lo único que le ofrecería sería una comida caliente. Furioso, aquel hombre le increpó, insultó y finalmente le agredió e intentó robar. Si no llega a ser porque le ayudaron varias personas que salieron del restaurante, a saber cómo habría podido acabar aquella historia. Aquella anécdota endureció el corazón de Antonio.
            Aunque desde luego, existían ocasiones en que sí daba dinero a alguien. Normalmente a los que subían a los vagones ofreciendo espectáculo. Le gustaba una chica joven que en pocos minutos y con ayuda de unos muñecos organizaba un divertido teatro de guiñoles; varias veces le había dado algo. O a unos músicos peruanos (o eso parecían), porque le gustaba su música. Al menos, esa gente hacía algo, se ganaba ese dinero. Pero bueno, lo mejor era no pensar más en ello y seguir con la lectura.

* * *

            Quedaban dos días para Navidad y Antonio estaba de peor humor. De nuevo en aquel vagón de tren, hoy sentado, apenas podía concentrarse en la lectura del libro por culpa de la tristeza, la rabia y la depresión. A medida que se acercaban las fechas señaladas, y familiares, el ánimo lo tenía más hundido. Otro año sin ver a su hijo, otras Navidades solo. Podría llamar, pero no sabía ni cómo empezar a buscar a su hijo. No tenía ganas de nada, tan sólo deseaba que las festividades pasaran cuanto antes. Al menos, se consolaba un poco, el drogadicto no había hecho acto de aparición; habría conseguido aquel día su dosis un poco antes.
            Cuando llegó a su parada y se apeó no tardó mucho en darse cuenta de que algo pasaba. A la salida de la estación había mucha policía y personas agrupadas en torno a una barricada. También había dos ambulancias con las luces encendidas. ¿Algún accidente? Antonio preguntó y le contaron que un hombre había muerto, al parecer, por sobredosis. O se había metido droga muy pura, o muy mala, pero como fuera allí mismo había muerto, en una fría tarde que estaba terminando, con un cielo oscuro que amenazaba con nevar. Antonio no quiso saber más de aquello, pero entonces pudo ver, pese a la distancia, el cuerpo tirado en una entrada a los almacenes logísticos de la estación. Una racha violenta de viento levantó por un momento la manta que los auxiliares de las ambulancias habían colocado encima del cadáver y pudo reconocer ese rostro. Sin lugar a dudas, era el drogadicto que solía pedir limosna en el tren que él tomaba.
            Mientras caminaba para su solitaria casa, Antonio pensó que aquello era muy triste. Aunque no le gustaran los drogadictos, tampoco les deseaba la muerte. Y mucho menos en esas circunstancias. Pobre diablo, y aunque posiblemente se buscara aquel fatal destino, morir como un perro tirado en la calle no se lo merecía nadie. Un escalofrío recorrió la espalda de Antonio y le obligó a apretar el paso y meter las manos en los bolsillos del grueso abrigo. ¿Y si su hijo se encontraba en una situación similar, igual de apurada? Nunca lo podría saber hasta que fuera tarde. Ese pensamiento le enfureció.
—Perdone, lamento molestarle, pero, ¿podría ayudarme?

            Antonio se volvió bruscamente en la dirección de la voz. Le habían pillado por sorpresa y eso le había sobresaltado. Descubrió a un hombre alto y de cuerpo fuerte, aunque esbelto. Vestía de manera simple, aunque se encontraba abrigado con un abrigo de tres cuartos de paño, pantalones vaqueros, zapatillas deportivas, guantes sin dedos y una bufanda. Su rostro… su rostro era difícil de definir. Parecía joven, no tendría más allá de treinta y cinco años, y poseía una larga melena de pelo liso, castaño claro que le caía sobre los hombros, y una barba fina y recortada que hacía destacar una nariz aguileña. Los ojos eran grandes, profundos, expresivos, de color miel, eran… Antonio se confundió, meneó la cabeza y preguntó confuso.
—No le he entendido, ¿qué ha dicho?
—Caballero, ¿me puede ayudar, por favor?
—¿Ayudar?
—Sí, tengo hambre…
—¡Ah! —exclamó Antonio con un gesto despectivo de la mano— ¡Eso era! ¿Eh? No doy limosnas…
            Se dio la vuelta con la intención de marcharse, pero el desconocido volvió a hablar, con voz clara, pero sin alzarla.
—No le pido dinero, sino comida
            Antonio se detuvo y se dio lentamente la vuelta, encarándose de nuevo con aquel hombre que parecía poseer una buena educación a tenor de lo bien que hablaba y como se expresaba, con una serenidad que ciertamente le inquietaba. Y esos ojos… brillaban con tanta luz propia…
—¿Hambre, eh? Eso decís todos, pero en realidad sólo buscáis dinero para seguiros drogando.
—Tengo hambre, no quiero dinero, no me serviría de nada. Y posiblemente duerma en la calle esta noche, que va a nevar. Comer algo me serviría para afrontar el frío.
—Sí, va a hacer más frío…
—Lamento haberle molestado —el hombre comenzó a recular para irse, pero a Antonio, tras pensar frenéticamente, a la mente le vino el triste fin del drogadicto. Levantó el brazo y dijo.
—Espere un momento. ¿Va en serio que sólo quiere comer?
—Sí.
—Hum… —Antonio volvió a pensar. Posiblemente haría una estupidez de la que se arrepentiría durante mucho tiempo, pero finalmente exclamó—. Está bien, venga conmigo. Le pagaré una buena cena, ¿la acepta?
—Claro que sí.
            Antonio y el hombre caminaron unos metros, yendo a un restaurante conocido por Antonio, pues se encontraba cerca de donde vivía. Entraron al interior del bar, que estaba caliente y con varios parroquianos, y Antonio, tras saludar, dijo al dueño del establecimiento.
—Paco, atiende a mi compañero, quiere cenar. Ponle lo que te pida, primer, segundo plato, postre y hasta café y copa si quiere. Y si desea repetir, que lo haga sin reparos. Yo invito.
—¡Oído la barra! —gritó el camarero, un sexagenario sin pelo y un gran mostacho gris en su oronda cara— Antonio, compadre, que te ha tocado la Lotería o qué, que muy generoso estas esta noche.
            Antonio y su acompañante se sentaron en una mesa en lo más profundo del restaurante, que aunque no era muy grande, al menos era acogedor y estaba caliente. Era el típico bar de barrio, frecuentado por los vecinos, los habituales y los de paso, aunque estos últimos eran los que menos. Paco enseguida tuvo una suculenta y generosa cena preparada que el hombre comió con deleite, dando efusivas gracias. Antonio tomó una cerveza y observó al desconocido comer, que lo hacía con ganas; debía llevar algún tiempo sin tomar nada. Luego vinieron los postres y el café, y el hombre volvió a dar las gracias.
—Bueno, tampoco ha sido nada —dijo Antonio apurando su cerveza—, lamento tu situación y espero haberte ayudado un poco.
—Sí lo ha hecho, téngalo en cuenta. Ha realizado una buena acción, dando de comer al hambriento, sobre todo teniendo en cuenta su opinión acerca de mendigos y drogadictos.
—¿Qué… qué dice? —Antonio no supo que pensar de aquello.
—No he dicho nada, olvídelo. Gracias por la cena, ha sido un bonito regalo de Navidad.
—¿Eh? —Antonio parpadeó confundido, pero, encogiendo los hombros, logró decir—. Pues que al menos uno de los dos tenga un regalo.
—¿No tiene a nadie que le haga regalos?
—No.
—Sí, pero le ha relegado al olvido.
—¿Qué?
            El desconocido se levantó y miró fijamente a Antonio, quien se vio perdido ante aquella intensa mirada. Esos ojos tan peculiares le hacían sentirse raro, no molesto, sino raro, no sabía cómo describirlo.
—No hay que dejar que algo tan nimio como el ego nos separe de quienes amamos. Y no hay que dejarse cegar por la autocompasión o el miedo como para no darnos cuenta de que siempre existen otras alternativas. En ocasiones, es bueno dar un par de pasos hacia atrás para tomar carrera y saltar el obstáculo que creemos infranqueable. Abra su corazón y deje atrás la rabia. Ha sido generoso conmigo, por eso también yo le haré un regalo; vuelva a su casa y piense en lo de hoy, en lo que se puede conseguir con amor, paz y tolerancia.
            Dicho esto, aquel hombre misterioso se marchó del restaurante, dejando atrás a un confuso Antonio que durante muchos minutos se quedó sin habla. ¿Pero quién era ese hombre? ¿Y qué le había dicho? Parecía saber de sus problemas y los agobios que sufría, pero eso era imposible. Estuvo así un buen rato, hasta que Paco se acercó con la factura y le preguntó si le pasaba algo, porque llevaba quieto y silencioso más de media hora. Antonio se mostró confundido, no se había dado cuenta de que pasara tanto tiempo. Finalmente se levantó y, tras pagar la cuenta, se marchó del restaurante dando vueltas a sus pensamientos. ¿Qué habría querido decir aquel extraño con lo de un regalo? Por cierto, el hombre se marchó y se le olvidó preguntarle por su nombre.

            La temperatura había descendido más y poco a poco comenzó a nevar. Primero fueron esporádicos copos  muy diminutos, pero en cuestión de minutos la intensidad de la nevada fue a más, y dado que no hacía viento la nieve caía suavemente. La poca gente que todavía quedaba en la calle corría a sus casas porque la noche prometía ser bastante fría. Antonio apretó el paso y en escasos minutos estuvo ante el portal de su bloque de viviendas. Seguía confuso acerca de lo que le había dicho ese sujeto, pero optó por no pensar más en ello, al fin y al cabo no era más que un mendigo o vagabundo. Sacó las llaves, pero tenía las manos tan entumecidas por el frío que se le cayeron al suelo. Con una queda maldición, se agachó a recogerlas. Se escucharon el sonido de unos pasos y unos pies se pusieron delante.
—¿Padre?
            El corazón de Antonio casi se paró de la emoción. Antonio alzó la cabeza y vio a su hijo Manuel de pie, abrigado y con un gorro de lana que le cubría la cabeza hasta la frente. Estaba más gordito de cara y la barba se la había afeitado, pero era él, sin duda. Antonio se terminó de alzar y contempló atónito a su hijo. ¿Pero, cómo era posible?
—Hola, padre —volvió a decir Manuel.
—Hi… ¡Hijo! —exclamó al fin Antonio— Creía que… pensaba… es decir, ¿no estabas en Alemania? —Antonio se apresuró a explicar, pues estaba sumamente nervioso— No pienses mal, es que no me esperaba verte… ya sabes… oh, bueno…
—Es que, verás… —Manuel encogió los hombros y esbozó una sonrisa—, me ha pasado algo, tuve un accidente y…
—¿Un accidente?
—No te asustes, por fortuna no me pasó nada, pero por un momento creí que iba a morir. Y eso me hizo replantearme muchas cosas. Y una de ellas es nuestra relación, padre. Así que  he decidido venir a España para hablar contigo… de padre a hijo. Es decir, si lo deseas.
—¿Qué si lo deseo? —Antonio también sonrió y puso una mano en el hombro de Manuel—. Tenía muchas ganas de verte, yo también he pensado en ti, hijo, y debo pedirte disculpas. La soledad le  hace a uno darse cuenta de sus errores, y los admite, o le destruyen. Pasa a casa, no nos quedemos aquí afuera, está nevando y hace mucho frío.
—No he venido solo.
—¿Traes amigos? Que entren también.
—Amigos, lo que se dice amigos… —Manuel se volvió e hizo una señal con la mano. De un coche aparcado a varios metros salieron una mujer y una niña pequeña. Ambas eran rubias y de tez rubicundas, y se notaba que eran madre e hija. La chiquita no tendría más de cuatro años. Se acercaron cautelosas a los dos hombres y se pusieron al lado de Manuel. La mujer sonrió de forma franca—. Son mi mujer y mi hija. Se llaman Anke y la pequeña es Corinna, es tu nieta.
—¿Mi… mi  nieta? —Antonio se agachó para contemplar aquella niña de ojos claros y grandes y una gran sonrisa se instaló en su cara, mientras el corazón parecía que le iba a estallar de alegría— ¿Tengo una yerna y una nieta? ¿Tengo una familia?
—Sí, padre —respondió con cautela Manuel—. Quería habértelo dicho mucho antes, pero ya sabes… no sabía si lo aceptarías…
—¿Y por qué no iba a aceptarlo? Pero dejémonos de hablar, subamos a casa a celebrarlo. ¿Habéis cenado? ¿No? Pues nos iremos a un buen restaurante, y mañana iremos a comprar comida para tener una cena de Navidad como Dios manda. Hijo, vamos a enseñar a tu mujer e hija como es la hospitalidad española.
            Antonio abrió el portal e invitó con alegres gestos a que entraran al interior. Se encontraba dichoso, alegre, jamás hubiera esperado esto. Imaginaba que al encontrarse con su hijo discutiría, se amargaría, pero había sido todo lo contrario. Simplemente se había dejado llevar por las emociones y el corazón. Manuel entró el último al portal y miró a su padre para decirle.
—Padre, muchas gracias, no sé qué decir…
—No digas nada, hijo, y dame un abrazo.
            Padre e hijo se fundieron en un cálido y sincero abrazo ante la mirada de Anke y Corinna. Cuando se separaron, Manuel dijo mientras sacaba una nota del bolsillo de su abrigo.
—Por cierto, sé que te va a parecer increíble, pero ayer, cuando llegué a Madrid, me encontré con un individuo que al parecer te conoce. Me animó mucho, porque me aseguró que estarías encantado de verme. Me dio un mensaje para ti, toma.
—¿Un mensaje? —Antonio miró extrañado el papel— ¿Te dijo como se llamaba?
—Pues no, que curioso, se me olvidó preguntarle su nombre.
            Antonio desdobló la hoja y leyó a la luz del portal:
“Aquí tienes tu regalo. ¿Compruebas como es mejor perdonar y amar que no odiar? Gracias por la cena. Feliz Navidad”.
            Antonio levantó la cabeza sumamente asombrado. ¿Cómo era posible eso? Pero si había estado con ese hombre esa misma noche, ¿cómo podía adivinar…? ¡No, imposible! Abrió la boca para decir algo, pero al no saber qué expresar, se quedó callado. Manuel, al ver el rostro de su padre, se apresuró a decir.
—¿Pasa algo? ¿En la nota pone algo malo?
—No, no, no es nada —se apresuró a responder Antonio con una sonrisa y pensando que, aunque fuera increíble, era Navidad—. Es una felicitación de un viejo amigo, nada más. ¡Subamos, hijo, que mi nieta y nuera se van a morir congeladas! ¡Y hay que reír y disfrutar!
            Antonio y su familia subieron alegres y dichosos por la escalera, mientras en el exterior la nevada seguía cayendo tiñendo las calles de blanco, pues como en otros años, iba a ser una blanca Navidad.


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