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lunes, 4 de diciembre de 2017

UN REGALO POR NAVIDAD



UN REGALO POR NAVIDAD




            El tren se desplazaba a mediana velocidad entre las estaciones, pues la distancia entre ellas no era muy grande y en cuestión de un par de minutos se llegaba a la siguiente. Dado que era plena hora punta, el momento en el que las personas salían de sus trabajos o volvían a ellos, los andenes de las estaciones o los vagones de los trenes se encontraban repletos de viajeros. Era muy difícil poder encontrar un sitio libre, hasta era difícil poder hallar un hueco donde tan siquiera apoyar la espalda estando de pie. Es lo que tenía vivir en Madrid, una ciudad enorme, tan vital como ruin, tan maravillosa como sucia, tan luminosa como oscura. Pero al menos quedaba poco para Navidad e incluso en estos tiempos de ironía, falta de creencias, hipocresía y cinismo siempre era una época en lo que todo se veía bajo otro punto de vista; con más optimismo e ilusión, quizás.
            Pero para Antonio nada del espíritu navideño tenía sentido, y mucho menos religioso. No es que no creyera en Dios, o en Jesucristo, pero estaba tan harto de todo, incluso de sí mismo, que lo que menos le hacía exclamar de alegría eran las luces de colores o los vistosos escaparates de las tiendas y centros comerciales. A sus cincuenta y pico años de edad (edad celosamente guardada en secreto), con el pelo ya casi cano y profundas arrugas en la frente y ojos por una vida de duro trabajo y profundas preocupaciones, Antonio sencillamente pasaba de todo. Su vida era rutinaria: levantarse por las mañanas, ir a la oficina, trabajar, volver a casa a media tarde, ver un poco la televisión mientras cenaba, dormir y al día siguiente vuelta a hacer lo mismo. Los fines de semana los pasaba yendo a la asociación a jugar a las cartas o al dominó, o en el bar viendo los partidos de fútbol, su gran pasión. Tenía otras aficiones, le gustaba el cine y la lectura. Dado que desde su casa hasta el puesto de trabajo había un buen viaje, siempre llevaba en su maletín una o dos novelas con las que entretenerse. Le gustaba sobre todo dos géneros literarios: la novela histórica y la fantástica estilo aventuras o suspense, pudiendo ser un relato del inquietante Lovecraft, del talentoso Conan Doyle o el épico Julio Verne. Y es que leyendo esas obras su mente se transportaba a otros mundos radiantes e increíbles, y por unos momentos todo lo olvidaba, incluida su rutinaria y gris existencia. No es que Antonio se quejara, al menos, aunque no fuera feliz, estaba tranquilo. Y en estos tiempos turbulentos donde el paro, la corrupción política, el fanatismo de unos y la intolerancia de otros hacían más difícil la existencia de los ciudadanos normales (los pilares más importantes de cualquier sociedad), era todo un logro llevar una vida tranquila.

             
            El problema de Antonio es que estaba solo, no poseía ilusiones ni esperanzas, y al faltarle estas dos cosas tan importantes no le apetecía nada afrontar el mañana con bríos o, sencillamente, no quería que su rutina cambiara ni un ápice. Es así como funcionaba: si no tienes nada por lo que luchar, ¿para qué hacerlo entonces? Era malgastar tiempo, energía e ilusiones que invariablemente terminaban convertidas en frustraciones y de ahí a depresiones. Era lo que pensaba Antonio. Su mujer había muerto hace muchos años, y sus padres ya no estaban tampoco, tuvo un hermano que también se marchó antes de tiempo, y del resto de su familia ya hacía décadas que no sabía nada; ni le interesaba a estas alturas. Tenía un hijo, Manuel, pero ya no le veía desde hace cuatro años. Habían discutido, cosas de padre e hijo, en realidad nada serio, pero que se convierten en agravios irresolubles de esos que no suelen perdonar y mucho menos a un padre; o viceversa. Su hijo se había marchado a trabajar al extranjero, con una gran empresa, a Alemania, o eso creía, pues en la última llamada de teléfono que condescendientemente Manuel hizo a su padre le informó que seguramente se trasladaría a Inglaterra o Francia; desde entonces Antonio ya no supo más de Manuel.
            ¿Cómo se había llegado a esa situación? Antonio se culpaba en ocasiones de que su único hijo no le hablara, pero otras le echaba la culpa, y siempre se prometía que intentaría ponerse en contacto con él para aclarar todo y hacer las paces. Pero los días pasaban y las ganas desaparecían. Era perder el tiempo, razonaba, si Manuel quisiera hablarle ya lo habría hecho, y si no lo hacía, era la prueba de que ni tan siquiera pensaba en su padre. ¿E iba a ser él quien se humillara llamando a su hijo y rogándole que le perdonara? Y el tiempo seguía pasando.
            Así que allí estaba, de pie en un vagón de un tren de cercanías de Madrid, con la mano sujetado a una barandilla, rodeado por otras personas, hombres y mujeres de todas las edades con la misma expresión cansina y aburrida que él. Leía un libro de novela histórica, pero como solía suceder casi todos los días, su atención en la lectura se vio interrumpida por un hombre que andaba pidiendo dinero a voz en grito. Era alto, desgarbado y delgado hasta la enfermedad. Los huesos de la cara se le marcaban y los ojos eran grandes y brillantes. Poseía una larga barba negra, sucia, y el pelo igual de largo y enmarañado. Podía igualmente tener veinticinco años que treinta y cinco, imposible saberlo. Siempre iba cargado con una o dos bolsas de plástico, lo que hubiera en ellas tampoco era fácil de saber. Vestía con ropa sucia, deshilachada, y las manos las tenía negras de no lavárselas. Subía al vagón de tren cada día y narraba sus miserias.
—¡Señores y señoras, por caridad, por amor de Dios, es Navidad, ayúdenme! —decía aquel individuo con la práctica que daba el hacerlo muy a menudo, con una mano tocándose el corazón y con la otra sujetando sus bolsas— ¡Me he quedado en el paro y tengo dos hijos pequeños y una mujer que viven en la calle, pues mi casa me la quitado el banco por no poder pagarla! —eso del banco solía lanzar quedas exclamaciones de indignación entre los viajeros no habituales y demasiado ingenuos o lerdos— ¡Les pido una ayuda, bien para comer, bien para poder pagar una pensión en la que dormir esta noche mi familia y yo! ¡En la calle hace mucho frío y tengo hambre! ¡Les pido una ayuda, sobre todo ahora que estamos en Navidad, perdonen que les haya molestado, pero ya la situación me obliga a tener que pedir! ¡Qué Dios les ayude como ustedes me están ayudando a mí! ¡Feliz Navidad!

            Y a continuación paseaba por todo el vagón con la mano extendida. Si alguna moneda era echada en la mano, esta, cuán veloz serpiente, iba directa a un bolsillo del raido anorak para aparecer a continuación vacía. Antonio no le daba nunca nada, ni le miraba, como la inmensa mayoría de los pasajeros, y es que ya conocían a ese hombre aunque no supieran nada de su vida ni su nombre. Era un drogadicto, no tenía familia y nunca había tenido un piso propio; sus padres sí poseían un inmueble, pero sí que era cierto que era del banco, pues sus padres, señores muy mayores y venerables, lo habían vendido todo en un intento de ayudar a su hijo a desintoxicarse y pagando caros tratamientos en clínicas privadas. Su hijo agradeció tanta ayuda y amor volviéndose a enganchar a las drogas y con mayor virulencia. El dinero que sacaba pidiendo era para la dosis, y si en el tren no conseguía lo suficiente entonces marchaba a la calle a golpear las cabinas de teléfono en busca de monedas, o a intimidar a comerciantes chinos, o a otros delitos mayores. Antes iba en busca de sus padres a los que golpeaba hasta que lograba sacarles algo de valor, o les robaba pertenencias que malvendía, todo por la maldita dosis. Su fuente de ingresos principal, sus padres, ya se había secado, pues la Comunidad de Madrid intervino el día que la paliza fue tan brutal que los dos ancianos tuvieron que ser ingresados de urgencia en un hospital. Los otros hijos del matrimonio se llevaron consigo a los dos mayores y el drogadicto quedó solo y con una orden de alejamiento; ese fue todo el castigo que una patética Justicia pudo infringir.
            Antonio no sabía nada de esa historia, claro, pero lo intuía, pues ya se sabe lo que dice el refrán: más sabe el diablo por viejo que por diablo. Y es que Antonio se había criado y crecido en barrios duros de la capital, y conocía a este tipo de individuos. Era un enfermo, cierto, y tal vez por eso debía compadecerse de su situación, pero Antonio no podía hacerlo. Si había una clase de personas que detestaba por encima de otras era a los borrachos, a los drogadictos y a los que abusaban de los indefensos. Y si ese drogadicto estaba enfermo era por drogarse, no por otra cosa. En su momento fue una persona sana, que sabía muy bien lo que la droga puede hacer y el precio que hay que pagar. Si ahora se encontraba mal era su problema, había sido su decisión y debía vivir con ella, pero sobre todo responsabilizarse y aceptar las consecuencias. Si le daba dinero no le ayudaba, sino que agravaba su problema, pues estaría colaborando para la dosis, en mantener la drogadicción y, lo que era peor, colaborando en su muerte. El destino de todos estos desdichados siempre era el mismo: la muerte. Un día, o una noche, tomaría esa última dosis que afectaría de forma irremediable a su castigado organismo y moriría. Y por el aspecto famélico y enfermizo de aquel sujeto no debía quedar mucho para esa fatal dosis.
            No, Antonio no quería colaborar en eso. Y al desprecio que sentía hacia esas personas se unían sus pensamientos. No le conmovían los ruegos, las súplicas ni las historias que esa y otras personas contaran en los vagones del tren o en las calles. En una ocasión Antonio quiso ayudar a otro drogadicto. Este pedía dinero o comida si no le podían dar monedas, entonces aceptaría un bocadillo, una lata de comida o lo que fuera. Antonio se acercó al hombre y le ofreció pagarle un menú diario en un restaurante. Al principio aquel sujeto aceptó, pero cuando se acercaban al bar se encaró de malos modos con Antonio y le exigió dinero, pues recién se acordaba que tenía una cita importante a la que acudir. Antonio se negó a darle nada, y si quería ayuda, lo único que le ofrecería sería una comida caliente. Furioso, aquel hombre le increpó, insultó y finalmente le agredió e intentó robar. Si no llega a ser porque le ayudaron varias personas que salieron del restaurante, a saber cómo habría podido acabar aquella historia. Aquella anécdota endureció el corazón de Antonio.
            Aunque desde luego, existían ocasiones en que sí daba dinero a alguien. Normalmente a los que subían a los vagones ofreciendo espectáculo. Le gustaba una chica joven que en pocos minutos y con ayuda de unos muñecos organizaba un divertido teatro de guiñoles; varias veces le había dado algo. O a unos músicos peruanos (o eso parecían), porque le gustaba su música. Al menos, esa gente hacía algo, se ganaba ese dinero. Pero bueno, lo mejor era no pensar más en ello y seguir con la lectura.

* * *

            Quedaban dos días para Navidad y Antonio estaba de peor humor. De nuevo en aquel vagón de tren, hoy sentado, apenas podía concentrarse en la lectura del libro por culpa de la tristeza, la rabia y la depresión. A medida que se acercaban las fechas señaladas, y familiares, el ánimo lo tenía más hundido. Otro año sin ver a su hijo, otras Navidades solo. Podría llamar, pero no sabía ni cómo empezar a buscar a su hijo. No tenía ganas de nada, tan sólo deseaba que las festividades pasaran cuanto antes. Al menos, se consolaba un poco, el drogadicto no había hecho acto de aparición; habría conseguido aquel día su dosis un poco antes.
            Cuando llegó a su parada y se apeó no tardó mucho en darse cuenta de que algo pasaba. A la salida de la estación había mucha policía y personas agrupadas en torno a una barricada. También había dos ambulancias con las luces encendidas. ¿Algún accidente? Antonio preguntó y le contaron que un hombre había muerto, al parecer, por sobredosis. O se había metido droga muy pura, o muy mala, pero como fuera allí mismo había muerto, en una fría tarde que estaba terminando, con un cielo oscuro que amenazaba con nevar. Antonio no quiso saber más de aquello, pero entonces pudo ver, pese a la distancia, el cuerpo tirado en una entrada a los almacenes logísticos de la estación. Una racha violenta de viento levantó por un momento la manta que los auxiliares de las ambulancias habían colocado encima del cadáver y pudo reconocer ese rostro. Sin lugar a dudas, era el drogadicto que solía pedir limosna en el tren que él tomaba.
            Mientras caminaba para su solitaria casa, Antonio pensó que aquello era muy triste. Aunque no le gustaran los drogadictos, tampoco les deseaba la muerte. Y mucho menos en esas circunstancias. Pobre diablo, y aunque posiblemente se buscara aquel fatal destino, morir como un perro tirado en la calle no se lo merecía nadie. Un escalofrío recorrió la espalda de Antonio y le obligó a apretar el paso y meter las manos en los bolsillos del grueso abrigo. ¿Y si su hijo se encontraba en una situación similar, igual de apurada? Nunca lo podría saber hasta que fuera tarde. Ese pensamiento le enfureció.
—Perdone, lamento molestarle, pero, ¿podría ayudarme?

            Antonio se volvió bruscamente en la dirección de la voz. Le habían pillado por sorpresa y eso le había sobresaltado. Descubrió a un hombre alto y de cuerpo fuerte, aunque esbelto. Vestía de manera simple, aunque se encontraba abrigado con un abrigo de tres cuartos de paño, pantalones vaqueros, zapatillas deportivas, guantes sin dedos y una bufanda. Su rostro… su rostro era difícil de definir. Parecía joven, no tendría más allá de treinta y cinco años, y poseía una larga melena de pelo liso, castaño claro que le caía sobre los hombros, y una barba fina y recortada que hacía destacar una nariz aguileña. Los ojos eran grandes, profundos, expresivos, de color miel, eran… Antonio se confundió, meneó la cabeza y preguntó confuso.
—No le he entendido, ¿qué ha dicho?
—Caballero, ¿me puede ayudar, por favor?
—¿Ayudar?
—Sí, tengo hambre…
—¡Ah! —exclamó Antonio con un gesto despectivo de la mano— ¡Eso era! ¿Eh? No doy limosnas…
            Se dio la vuelta con la intención de marcharse, pero el desconocido volvió a hablar, con voz clara, pero sin alzarla.
—No le pido dinero, sino comida
            Antonio se detuvo y se dio lentamente la vuelta, encarándose de nuevo con aquel hombre que parecía poseer una buena educación a tenor de lo bien que hablaba y como se expresaba, con una serenidad que ciertamente le inquietaba. Y esos ojos… brillaban con tanta luz propia…
—¿Hambre, eh? Eso decís todos, pero en realidad sólo buscáis dinero para seguiros drogando.
—Tengo hambre, no quiero dinero, no me serviría de nada. Y posiblemente duerma en la calle esta noche, que va a nevar. Comer algo me serviría para afrontar el frío.
—Sí, va a hacer más frío…
—Lamento haberle molestado —el hombre comenzó a recular para irse, pero a Antonio, tras pensar frenéticamente, a la mente le vino el triste fin del drogadicto. Levantó el brazo y dijo.
—Espere un momento. ¿Va en serio que sólo quiere comer?
—Sí.
—Hum… —Antonio volvió a pensar. Posiblemente haría una estupidez de la que se arrepentiría durante mucho tiempo, pero finalmente exclamó—. Está bien, venga conmigo. Le pagaré una buena cena, ¿la acepta?
—Claro que sí.
            Antonio y el hombre caminaron unos metros, yendo a un restaurante conocido por Antonio, pues se encontraba cerca de donde vivía. Entraron al interior del bar, que estaba caliente y con varios parroquianos, y Antonio, tras saludar, dijo al dueño del establecimiento.
—Paco, atiende a mi compañero, quiere cenar. Ponle lo que te pida, primer, segundo plato, postre y hasta café y copa si quiere. Y si desea repetir, que lo haga sin reparos. Yo invito.
—¡Oído la barra! —gritó el camarero, un sexagenario sin pelo y un gran mostacho gris en su oronda cara— Antonio, compadre, que te ha tocado la Lotería o qué, que muy generoso estas esta noche.
            Antonio y su acompañante se sentaron en una mesa en lo más profundo del restaurante, que aunque no era muy grande, al menos era acogedor y estaba caliente. Era el típico bar de barrio, frecuentado por los vecinos, los habituales y los de paso, aunque estos últimos eran los que menos. Paco enseguida tuvo una suculenta y generosa cena preparada que el hombre comió con deleite, dando efusivas gracias. Antonio tomó una cerveza y observó al desconocido comer, que lo hacía con ganas; debía llevar algún tiempo sin tomar nada. Luego vinieron los postres y el café, y el hombre volvió a dar las gracias.
—Bueno, tampoco ha sido nada —dijo Antonio apurando su cerveza—, lamento tu situación y espero haberte ayudado un poco.
—Sí lo ha hecho, téngalo en cuenta. Ha realizado una buena acción, dando de comer al hambriento, sobre todo teniendo en cuenta su opinión acerca de mendigos y drogadictos.
—¿Qué… qué dice? —Antonio no supo que pensar de aquello.
—No he dicho nada, olvídelo. Gracias por la cena, ha sido un bonito regalo de Navidad.
—¿Eh? —Antonio parpadeó confundido, pero, encogiendo los hombros, logró decir—. Pues que al menos uno de los dos tenga un regalo.
—¿No tiene a nadie que le haga regalos?
—No.
—Sí, pero le ha relegado al olvido.
—¿Qué?
            El desconocido se levantó y miró fijamente a Antonio, quien se vio perdido ante aquella intensa mirada. Esos ojos tan peculiares le hacían sentirse raro, no molesto, sino raro, no sabía cómo describirlo.
—No hay que dejar que algo tan nimio como el ego nos separe de quienes amamos. Y no hay que dejarse cegar por la autocompasión o el miedo como para no darnos cuenta de que siempre existen otras alternativas. En ocasiones, es bueno dar un par de pasos hacia atrás para tomar carrera y saltar el obstáculo que creemos infranqueable. Abra su corazón y deje atrás la rabia. Ha sido generoso conmigo, por eso también yo le haré un regalo; vuelva a su casa y piense en lo de hoy, en lo que se puede conseguir con amor, paz y tolerancia.
            Dicho esto, aquel hombre misterioso se marchó del restaurante, dejando atrás a un confuso Antonio que durante muchos minutos se quedó sin habla. ¿Pero quién era ese hombre? ¿Y qué le había dicho? Parecía saber de sus problemas y los agobios que sufría, pero eso era imposible. Estuvo así un buen rato, hasta que Paco se acercó con la factura y le preguntó si le pasaba algo, porque llevaba quieto y silencioso más de media hora. Antonio se mostró confundido, no se había dado cuenta de que pasara tanto tiempo. Finalmente se levantó y, tras pagar la cuenta, se marchó del restaurante dando vueltas a sus pensamientos. ¿Qué habría querido decir aquel extraño con lo de un regalo? Por cierto, el hombre se marchó y se le olvidó preguntarle por su nombre.

            La temperatura había descendido más y poco a poco comenzó a nevar. Primero fueron esporádicos copos  muy diminutos, pero en cuestión de minutos la intensidad de la nevada fue a más, y dado que no hacía viento la nieve caía suavemente. La poca gente que todavía quedaba en la calle corría a sus casas porque la noche prometía ser bastante fría. Antonio apretó el paso y en escasos minutos estuvo ante el portal de su bloque de viviendas. Seguía confuso acerca de lo que le había dicho ese sujeto, pero optó por no pensar más en ello, al fin y al cabo no era más que un mendigo o vagabundo. Sacó las llaves, pero tenía las manos tan entumecidas por el frío que se le cayeron al suelo. Con una queda maldición, se agachó a recogerlas. Se escucharon el sonido de unos pasos y unos pies se pusieron delante.
—¿Padre?
            El corazón de Antonio casi se paró de la emoción. Antonio alzó la cabeza y vio a su hijo Manuel de pie, abrigado y con un gorro de lana que le cubría la cabeza hasta la frente. Estaba más gordito de cara y la barba se la había afeitado, pero era él, sin duda. Antonio se terminó de alzar y contempló atónito a su hijo. ¿Pero, cómo era posible?
—Hola, padre —volvió a decir Manuel.
—Hi… ¡Hijo! —exclamó al fin Antonio— Creía que… pensaba… es decir, ¿no estabas en Alemania? —Antonio se apresuró a explicar, pues estaba sumamente nervioso— No pienses mal, es que no me esperaba verte… ya sabes… oh, bueno…
—Es que, verás… —Manuel encogió los hombros y esbozó una sonrisa—, me ha pasado algo, tuve un accidente y…
—¿Un accidente?
—No te asustes, por fortuna no me pasó nada, pero por un momento creí que iba a morir. Y eso me hizo replantearme muchas cosas. Y una de ellas es nuestra relación, padre. Así que  he decidido venir a España para hablar contigo… de padre a hijo. Es decir, si lo deseas.
—¿Qué si lo deseo? —Antonio también sonrió y puso una mano en el hombro de Manuel—. Tenía muchas ganas de verte, yo también he pensado en ti, hijo, y debo pedirte disculpas. La soledad le  hace a uno darse cuenta de sus errores, y los admite, o le destruyen. Pasa a casa, no nos quedemos aquí afuera, está nevando y hace mucho frío.
—No he venido solo.
—¿Traes amigos? Que entren también.
—Amigos, lo que se dice amigos… —Manuel se volvió e hizo una señal con la mano. De un coche aparcado a varios metros salieron una mujer y una niña pequeña. Ambas eran rubias y de tez rubicundas, y se notaba que eran madre e hija. La chiquita no tendría más de cuatro años. Se acercaron cautelosas a los dos hombres y se pusieron al lado de Manuel. La mujer sonrió de forma franca—. Son mi mujer y mi hija. Se llaman Anke y la pequeña es Corinna, es tu nieta.
—¿Mi… mi  nieta? —Antonio se agachó para contemplar aquella niña de ojos claros y grandes y una gran sonrisa se instaló en su cara, mientras el corazón parecía que le iba a estallar de alegría— ¿Tengo una yerna y una nieta? ¿Tengo una familia?
—Sí, padre —respondió con cautela Manuel—. Quería habértelo dicho mucho antes, pero ya sabes… no sabía si lo aceptarías…
—¿Y por qué no iba a aceptarlo? Pero dejémonos de hablar, subamos a casa a celebrarlo. ¿Habéis cenado? ¿No? Pues nos iremos a un buen restaurante, y mañana iremos a comprar comida para tener una cena de Navidad como Dios manda. Hijo, vamos a enseñar a tu mujer e hija como es la hospitalidad española.
            Antonio abrió el portal e invitó con alegres gestos a que entraran al interior. Se encontraba dichoso, alegre, jamás hubiera esperado esto. Imaginaba que al encontrarse con su hijo discutiría, se amargaría, pero había sido todo lo contrario. Simplemente se había dejado llevar por las emociones y el corazón. Manuel entró el último al portal y miró a su padre para decirle.
—Padre, muchas gracias, no sé qué decir…
—No digas nada, hijo, y dame un abrazo.
            Padre e hijo se fundieron en un cálido y sincero abrazo ante la mirada de Anke y Corinna. Cuando se separaron, Manuel dijo mientras sacaba una nota del bolsillo de su abrigo.
—Por cierto, sé que te va a parecer increíble, pero ayer, cuando llegué a Madrid, me encontré con un individuo que al parecer te conoce. Me animó mucho, porque me aseguró que estarías encantado de verme. Me dio un mensaje para ti, toma.
—¿Un mensaje? —Antonio miró extrañado el papel— ¿Te dijo como se llamaba?
—Pues no, que curioso, se me olvidó preguntarle su nombre.
            Antonio desdobló la hoja y leyó a la luz del portal:
“Aquí tienes tu regalo. ¿Compruebas como es mejor perdonar y amar que no odiar? Gracias por la cena. Feliz Navidad”.
            Antonio levantó la cabeza sumamente asombrado. ¿Cómo era posible eso? Pero si había estado con ese hombre esa misma noche, ¿cómo podía adivinar…? ¡No, imposible! Abrió la boca para decir algo, pero al no saber qué expresar, se quedó callado. Manuel, al ver el rostro de su padre, se apresuró a decir.
—¿Pasa algo? ¿En la nota pone algo malo?
—No, no, no es nada —se apresuró a responder Antonio con una sonrisa y pensando que, aunque fuera increíble, era Navidad—. Es una felicitación de un viejo amigo, nada más. ¡Subamos, hijo, que mi nieta y nuera se van a morir congeladas! ¡Y hay que reír y disfrutar!
            Antonio y su familia subieron alegres y dichosos por la escalera, mientras en el exterior la nevada seguía cayendo tiñendo las calles de blanco, pues como en otros años, iba a ser una blanca Navidad.


jueves, 2 de noviembre de 2017

LA GÉNESIS DE… LA CAÍDA DEL ÁGUILA



LA GÉNESIS DE...

LA CAÍDA DEL ÁGUILA

 

            La génesis de “La caída del Águila” tiene su origen principalmente en tres circunstancias: los juegos de rol, mi pasión por la Historia de la antigua Roma y en concreto las legiones y las ganas de escribir una novela de aventura y fantasía denominada en la actualidad “oscura” pero que prefiero llamar “épica”.
            Tengo que aclarar que la primera parte de “La Saga del Águila” en su momento fue concebida como una historia auto-conclusiva y que las demás continuaciones vinieron tanto por la presión de los lectores como por el empeño del que era mi editor por entonces: José Márquez Periano. Hablaré de ello más adelante. Ahora adentrémonos en una novela de romanos, monstruos, acción, bárbaros y épica a raudales.

El origen

            Corría el año 1998 cuando se me ocurrió la idea de escribir una novela sobre legionarios romanos, un tema al que le iba llevando dando vueltas desde hace bastantes meses. La cuestión es que quería escribir algo que se saliera de lo corriente, que enlazara directamente con el tipo de literatura que mi me gusta, al estilo de H.P. Lovecraft, Robert E. Howard y Arthur Conan Doyle. Ahí es nada la mezcla, pero como digo, iba madurando poco a poco la idea y tomando conciencia de que la tarea era bastante difícil. Por entonces jugaba bastante al rol y de ahí partió la idea principal. ¿Por qué no crear un mundo alternativo al nuestro donde las reglas fueran diferentes? Entonces sí me sería más fácil mezclar los géneros literarios de mis autores favoritos y además rendir un sentido homenaje a tales maestros. Aunque era también mi deseo rendir un homenaje en forma de novela a otros autores como Robert Graves o Mika Waltari todavía no me veía con la suficiente experiencia ni técnica para hacerlo.
            Los juegos de rol me inspiraron a crear una historia de aventura en su estado más puro, donde la fantasía pudiera ser “creíble” y se mezclara hábilmente con la realidad histórica. De esta forma conseguiría tres factores importantes: alejarme de las tópicas y típicas novelas históricas de romanos, crear algo original y sentar las bases de un mundo literario propio que podría explorar más a fondo en otras novelas. Si bien se me puede acusar (con toda razón y orgulloso estoy de ello) de estar bastante influenciado por Howard, Poe, Doyle y Lovecraft en cuanto a la creación de dicho mundo y mi estilo literario, no menos cierto es que a partir de “La caída del Águila” supe ir depurando mi estilo a la vez que ir puliendo los detalles del universo oscuro y épico que había creado. Aunque, debo reconocerlo, cuando comencé a escribir la novela no tenía muy claro a donde podría llegar.
            De los juegos de rol cogí el ritmo de la historia. Es decir, en un juego de rol se comienza con una decisión o acción que inevitablemente te conduce al objetivo final, pasando por una serie de pruebas y teniendo que tomar decisiones que pueden ser beneficiosas o no. La acción es lineal y directa, siempre creciendo y no dando un respiro al jugador que siente que poco a poco al principio, para acelerar después, se acerca a un desenlace que puede ser inesperado, pero divertido. Eso fue lo que hice con “La caída del Águila”.

 La historia

            ¿Qué momento de la Historia de la antigua Roma podía escoger para comenzar a escribir mi novela? Prácticamente ni lo pensé: el inicio del Imperio con Augusto al mando. Fue un momento crucial para Roma, cuando estuvo a punto de desaparecer por culpa de las guerras civiles. Cualquier otra civilización hubiera desaparecido en su locura destructiva, pero Roma no solamente sobrevivió sino que se hizo más fuerte. Y aunque ya eran simplemente soberbias, las legiones romanas se convirtieron gracias a su profesionalización y control por el Estado romano en las más perfectas máquinas de guerra de toda la Historia de la Antigüedad. Ya escogido el tiempo histórico, era simplemente elegir el momento adecuado donde situar la acción que ya tenía pensada en mi mente: un puñado de romanos que sobreviven a una derrota militar y se ven obligados a recorrer cientos de kilómetros antes de llegar a territorio amigo. Por el trayecto se verían obligados a enfrentarse no solamente a sus enemigos, sino también a criaturas de pesadilla de las que el mundo civilizado, en su mayor parte, no conoce nada. Con estas premisas, de inmediato hubo un momento histórico que me llamó poderosamente la atención: la derrota de tres legiones a manos de los germanos en los bosques de Teotoburgo en el año 9 a. C.
            Ya tenía el contexto histórico, y también el punto de partida de la historia y el inicio de la acción que llevaría a los personajes a vivir su tan terrible como épica aventura.

Las sombras de Lovecraft, Doyle y Howard; los Dioses Oscuros

            De Howard tomé su trazo vigoroso y poderoso para las escenas de acción, la presentación de personajes fuertes y más grandes que la vida. De Lovecraft su oscuro terror cosmogónico y situaciones imposibles que sobrepasan en mucho a los meros mortales. De Doyle su forma de tratar el misterio y de dar siempre una solución a los problemas más irresolubles. Mézclese todo esto y tómese de forma adecuada. Así nació la historia de “La caída del Águila” y, sobre todo, fue la presentación de los Dioses Oscuros, entidades primigenias e inabarcables que moran en otras dimensiones y en universos fríos y muertos. Poseen inteligencias infinitas, están más allá del bien y del mal y sus propósitos reales nos son desconocidos. Saben sacar lo peor del ser humano y aprovecharse de ello para sus desconocidos planes. Son dioses que han chocado y peleado con los dioses de nuestra “realidad” y debilitado las barreras de entre mundos, propiciando que otras aberraciones encuentren el camino hacia nuestro mundo plagado de Vida. Los Dioses Oscuros fueron derrotados en un principio, pero sus aliados lograron llegar a nuestro planeta para esconderse y recuperarse de sus heridas; son los antiguos mitos y leyendas, las pesadillas que acecharon a la Humanidad desde el principio de los tiempos. Mientras tanto, los Dioses Oscuros, desde su exilio en otras dimensiones, planean volver para seguir con el combate, tentando a los humanos más locos, ambiciosos y sanguinarios para que cumplan con sus designios. Inconscientes, estos humanos llevarán a cabo las acciones más viles y abominables creyendo servir a dioses que les recompensarán por sus servicios.
            Podría explayarme más sobre los Dioses Oscuros, pero es mucho mejor leer la novela, ¿no? La cuestión es que fue en esta historia donde hicieron su primera aparición. Y aunque no sean más que un producto de la imaginación, a poco que uno estudie algo de Historia podrá comprobar que la Humanidad ha rendido culto a dioses tan sanguinarios y pavorosos como los Oscuros, dioses de muertos, de caos, destrucción y sangre.

Escribiendo la novela

            Antes de ponerme a trabajar en la historia, tuve que dedicar un tiempo a estudiar acerca del periodo histórico elegido, pero sobre todo a recabar información acerca de las legiones romanas, verdaderas protagonistas aunque de forma indirecta. Una vez hecho esto, creé los protagonistas, en un principio un puñado de ellos, pero que por causa de las aventuras y desventuras al final acabó en tres: el explorador germano Segestes, el Tribuno Militar Marcelo y el legionario Sexto.
            A pesar de estudiar y comprar libros sobre el tema, por esa época todavía no tenía los conocimientos que hoy en día poseo, por lo que cometí algunos fallos en la concepción de las situaciones históricas, pero al menos podía excusarme con que no era nuestra “realidad”. Hay que tener en cuenta que hasta entonces no había escrito nada de novela histórica aunque fuera mezclada con trasfondo sobrenatural tipo Lovecraft. La novela histórica es muy difícil y hay que tener un cierto dominio del arte de la escritura. Aunque ya hacía tiempo que deseaba escribir la historia, tuve que esperar a poseer los conocimientos adecuados y la mínima técnica necesaria para poder afrontar un reto tan dificultoso.
            Cuando afronté el inicio de la novela sufrí un ataque de pánico (los escritores sabrán bien de lo que hablo) al creer que no sería capaz de escribir la historia. Lo veía tan difícil y estaba tan lleno de dudas que simplemente pensé que era imposible. Estuve un breve tiempo sin atreverme a empezar, no escribí ni una palabra, pero al final logré tener la suficiente confianza para atreverme con el reto. Lo que pasó fue que a base de contar a todo el mundo que quiso escucharme de que iba mi próxima novela me puse en la situación de que si no escribía dicha obra iba a quedar muy mal ante mis amigos y conocidos, a los que había aburrido a base de discursos acerca de la excelencia y originalidad de la novela. No me quedaba otra más que escribir o quedaría como el charlatán que fanfarronea mucho pero que a la hora de la verdad nada de nada.


Una y no más

            Como ya he dicho, pretendía que “La caída del Águila” fuera una historia con un principio y un final. Para nada era mi idea la creación de una saga que encima hundiera también sus insidiosos y oscuros tentáculos en otras tramas de algunas de mis novelas, llevándome a la creación de una especie de universo en el que las diferentes épocas y situaciones tienen algo en común, a veces directa otras más sutil: los Dioses Oscuros.
            Si lees alguno de mis libros y te encuentras con esta presentación:

“Este es un libro de aventuras y de ficción, es por eso que no se respeta la Historia ni se pretende dar lecciones sobre nada excepto en entretener y dejar volar libremente la imaginación. Dentro del mundo en el que vivimos existen otros que pudieron ser, que no se rigen por las mismas leyes que el nuestro. Este es uno de esos mundos.”

            ¡Ojo! En algún momento habrá una referencia a los Dioses Oscuros, e incluso puede que a otros personajes de otras novelas. No hace falta mentarlos, están ahí, son la parte oscura y más terrible de nosotros, pues es ahí donde habitan y desde donde nos manipulan.
            En fin, que a pesar de lo que diga mi novela no iba a ir más allá de un final bien establecido por mí, creyendo que con esto se acabaría la cuestión. Puesto que había sido una experiencia bastante traumática en el sentido que me costó muchísimo poder escribir la historia (pero también bastante gratificante) y que me había visto obligado a parar cada dos por tres para poder seguir recabando datos y corregir errores, me dije que no volvería a escribir una novela histórica (por muy épica y fantástica que fuera) en bastante tiempo. Con una tenía más que suficiente.

Intentando publicar la novela

            Una vez concluida la novela comencé a enviarla a diferentes editoriales. En la carta de presentación incidía en lo original de la historia y en el tratamiento de las legiones romanas y de los personajes principales. Hacía mucho tiempo que no se publicaban novelas de Roma (ahora es muy común, pero os aseguro que en esa época no) y era llegado el momento de volver a ello. Las editoriales no atendieron a mis ruegos. Algunas sí prestaron algo de atención e incluso un par de ellas quisieron publicar la novela, pero las condiciones que me ofrecieron eran muy malas y no acepté. También tuve una propuesta de una editorial latinoamericana, pero de igual modo las condiciones eran malas y descarté la propuesta.
            En el año 2000 salió en los cines la película “Gladiator” de Ridley Scott, una poco original película de romanos que revitalizó el género del “péplum” que llevaba décadas muerto. Gracias al enorme éxito comercial de esta película el interés por la antigua Roma se despertó entre los lectores. Pudiera pensarse que gracias a “Gladiator” mi novela tendría mayores posibilidades de ser publicada, pero fue todo lo contrario. Puesto que enseguida se vio que lo “romano” generaba ganancias comerciales, comenzaron a surgir como setas tras las lluvias las novelas de romanos, ya fueran de ficción o ensayos, y claro, los autores de renombre y las grandes editoriales se sumaron a la iniciativa de inundar el mercado literario con libros y novelas sobre Roma en todas las facetas de su Historia. Esto dejó a los autores totalmente desconocidos y noveles como yo aparcados no a un segundo plano, sino a otro plano de existencia literalmente. No interesaban novelas de desconocidos, sino de grandes autores de éxito mundial. Ellos escribieron las novelas de “romanos” y ellos me cerraron las puertas junto con las editoriales.

 Megara Ediciones y cambios en la novela

            Así pues, se comprenderá mi desesperación. Más de un año para escribir la novela, montón de horas estudiando, dinero gastado en comprar libros y horas y horas de trabajo, angustia, sacrificio y más trabajo para que luego nadie te haga caso. Esta es la vida del escritor, muy lejos de esa otra de glamur y dinero que se piensa la mayoría de la gente que es. Puesto que la inmensa mayoría de editoriales me cerraron las puertas, comencé a moverme por las pequeñas e independientes. Fue así como mi manuscrito cayó en manos de un editor literario de nombre José A. Márquez Periano.
            Por entonces Periano trabajaba para La Factoría, una importante editorial especializada en novela de ciencia-ficción que publicaba varias decenas de títulos al año. La Factoría poseía algunas ramificaciones dentro de su empresa que se dedicaban a publicar novelas de otros géneros de autores desconocidos y patrios, dando así la oportunidad al público de conocer otras obras. Pero la cuestión es que La Factoría fue absorbida por otra editorial que decidió cerrar esas ramificaciones; el dinero es lo único que importa y los que dan dinero son los autores de éxito, no los desconocidos.
            La cuestión es que muchas novelas quedaron sin publicar y manuscritos enviados por escritores quedaron en el limbo. Uno de esos manuscritos era el de “La caída del Águila”. Periano leyó la historia y de inmediato quedó prendado de ella. No en vano también es un entusiasta de la Historia de la antigua Roma. Le gustó el tratamiento que di a la novela, el arrollador principio de la misma, la historia, la descripción de las batallas y la sensación de encontrarse dentro de la acción mientras leía. Periano, junto con otros socios, fundó la editorial Megara, que después pasaría a llamarse Medea y más adelante Stuka Ediciones, nombre que conserva a día de hoy, y se puso en contacto conmigo para que habláramos acerca de la publicación de la novela. Esto fue en el año 2006. Fijaros si pasó tiempo desde que escribí la novela hasta su publicación, y gracias puedo dar, pues fui afortunado por publicar.
            Periano quería lanzar una colección de novelas de Historia, y aunque en la mía se mezclaba el tema histórico con el género sobrenatural y fantástico supo que estaba ante una gran novela, según sus palabras. Pero la novela era demasiado corta para su gusto. Debía ser un poco más larga, ya que de lo contrario quedaría un libro demasiado corto. Tuve que hacer tres capítulos más y puesto que me vi obligado a ello creí que sería bueno escribir un capítulo para cada personaje principal que sirviera para ahondar en su historia. De ahí que muchos lectores noten un “cambio de estilo” en determinadas partes de la novela, y eso es debido a que desde que escribí por primera vez la obra, en 1998, hasta que añadí más páginas, en 2006, pasaron bastantes años en los que mejoré y pulí mi estilo como escritor, así como la técnica. Aparte de alargar la novela, Periano me indicó que debía también dejar el final algo más abierto. Si la novela tenía éxito siempre se podría sacar una segunda parte. No hay que olvidar que era el editor y debía velar por los intereses económicos de la empresa. Bueno, no había problema en cambiar el final y dejarlo algo más confuso y abierto. Pero no se terminaron ahí los cambios. El siguiente que Periano me propuso me dejó bastante descolocado primero e irritado después.

J. S. Charles allende los océanos

            Mi editor se basaba en los mismos parámetros que las grandes editoriales: si quería vender ejemplares de mi novela tenía que atraer la atención del público lector. Y para eso era indispensable cambiar mi nombre a un seudónimo; en inglés a ser posible. Se esgrimieron las mismas razones que se siguen esgrimiendo en la actualidad, por desgracia, a saber: que un autor extranjero vende más que uno patrio y por tanto hay que hacer creer al comprador que adquiere una obra de un autor extranjero. Había también otra razón, y es que uno de los distribuidores de Megara también trabajaba en Estados Unidos y creía que para entrar en el mercado norteamericano bien se podría cambiar mi nombre.
            Al principio me negué a poner un seudónimo, me parecía (y me sigue pareciendo) ofensivo, pues el seudónimo está bien cuando es el propio autor quien desea ponerlo, por la razón que sea, pero no cuando te lo imponen. Pero no tuve más remedio que claudicar pues corría el peligro de que mi novela no se publicara. Al final llegué a un acuerdo con la editorial: lo que haría sería poner mi nombre en inglés con ciertos ajustes. Y se llegó a esto: J. S. Charles. Que no es más que Juan Sánchez Carlos, o sea, Juan Carlos Sánchez.
            La novela se publicó en formato bolsillo con tapas rígidas con alas, bonita presentación y una buena maquetación. En Estados Unidos se hizo una tirada de mil ejemplares pues aunque es un mercado enorme y de ventas espectacular era aconsejable antes una prueba para ver que tal. En España se hizo la misma tirada y se distribuyó sobre todo por La Casa del Libro y librerías, aunque también El Corte Inglés lo llegó a tener en venta.
            Los mil ejemplares en USA se vendieron en apenas tres semanas. Al parecer la novela allí caló muy bien y pronto la editorial se vio inundada con pedidos por parte de librerías norteamericanas. En cuanto a España, al principio las ventas no fueron buenas, pero poco a poco la tirada se fue agotando. Pero la cuestión es que había triunfado en USA, que era lo que se buscaba. Todo parecía ir de perlas, pero sucedió que el distribuidor con el que trabajábamos en el mercado norteamericano quebró y tuvo que ir a suspensión de pagos. Aquello nos cerró de momento las puertas al mercado USA y fue un varapalo importante para la editorial, no digamos para mí.

Del libro de papel al libro electrónico

            La tirada española también terminó por agotarse y se hizo otra segunda edición pero con bastantes menos ejemplares, creo que anduvo por los doscientos. Las críticas y las ventas parecían haber respondido a pesar del descalabro del distribuidor norteamericano. Mi editor me propuso escribir la segunda parte y a esa tarea me dediqué, pero lamentablemente Megara entró en crisis por las malas ventas de otras líneas editoriales y al final, años más tarde, tuvo que cerrar. Volvería a abrir, pero bajo el nombre de Medea y más tarde Stuka y para dedicarse únicamente a libros de ensayo y temática militar, que es lo que le da ciertos beneficios.
            Descompuesto, con los derechos de publicación de “La caída del Águila” de nuevo en mi poder, moví la obra por otras editoriales, pero a la vista de las negativas o el ignorar mis peticiones tuve que dar por sentado que, de momento, no iba a publicar de nuevo en papel mi novela. Cosa que no podía entender, porque tanto las críticas como la edición con Megara fueron un éxito dentro de mis posibilidades.

            Me puse en contacto con una editorial argentina llamada nEd al que le gustó mucho la obra, y gracias a Bea Silva, una de las socias de nED, pude volver a tener publicada la novela. El problema consistía en que nED era una editorial especializada en novela romántica y erótica (o ambas cosas) y por tanto el público lector tendía a esos géneros y era muy difícil que se fijaran en “La caída del Águila”, cosa que pasó.
            Más adelante nED también cerraría para reconvertirse en otra editorial, pero aunque les estaba agradecido por la oportunidad brindada, pensé que mi novela no tendría la repercusión que deseaba si seguía publicando con ellos. Pero gracias a nED pude darme a conocer en Argentina y de ahí a otros países latinoamericanos en los que estoy publicando, aunque otras novelas.
            ¿Qué hacer? Me fijé en Amazon y me dije que si en España las editoriales no me hacían caso tal vez publicarla de forma independiente en un soporte digital y sobre todo a través de un portal como Amazon que vende de forma internacional me sería más provechoso. Y así fue. En Amazon puse tanto “La caída del Águila” como sus siguientes partes y aunque en un principio las ventas fueron más bien flojas en la actualidad es la novela mía más vendida, llegando incluso a ser seleccionada por Amazon para promociones especiales. Cuenta además con buenas críticas tanto en España como en México y Estados Unidos y llegó a estar por dos meses en el puesto número siete en ventas en el género de novela histórica. Y publicada con mi nombre verdadero, en español.
            ¿Cuál es el futuro de “La caída del Águila”? Lo cierto es que de momento no me planteo dejar de publicarla en Amazon, aunque no me gusten mucho las condiciones de dicho soporte, pero estoy contento en el sentido de que me ha permitido darme a conocer a los lectores. Por otro lado, me gustaría mucho verla publicada en formato papel con una buena editorial, pero está claro que el mercado editorial español es francamente malo para los escritores como yo y de momento no creo que sea factible que mi ilusión se haga realidad. Pero no se sabe, porque en cualquier momento puedo llamar la atención de un editor y pegar el campanazo padre, ojalá.
            Gracias al éxito de “La caída del Águila” escribí la segunda parte, “La sombra del Águila”, y también gracias al enorme éxito de la segunda parte escribí la tercera, “Roma Imperial”, pero de esto ya hablaré en su determinado apartado.
            Si te ha llamado la atención la génesis de “La caída del Águila” y te gustaría leerla, te dejo un enlace directo a la página de Amazon donde está a la venta. Tan sólo tienes que pinchar AQUÍ e irás directo. Muchas gracias y hasta la próxima.