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martes, 8 de diciembre de 2015

EL DÉCIMO



EL DÉCIMO

            
            Como todos los años, los parroquianos del bar “El tío Lucas” se reunieron para comprar el décimo de la Lotería. Apiñados alrededor de la barra, rieron, gastaron bromas y discutieron con el dueño y camarero, Juan, que número de la Lotería comprar. Unos decían que tenía que terminar en cinco, que era un número “bonito”, otros que en trece, aquel que en ocho, que lo había soñado, y el de más allá que en siete, que se lo había dicho una pitonisa. Guasa y rechifla, porque en realidad, en más de quince años desde que se iniciara la costumbre de comprar a medias los décimos de la Lotería nunca les había tocado nada al grupo de clientes y amigos. Pero en realidad lo importante no es que tocara, que sí, que gustaría y mucho, sino el tener una excusa para reunirse antes de Nochebuena y comer y beber algo. Si las empresas tenían sus cenas y fiestas para sus empleados en Navidad, pues ellos tenían su particular comida. No en vano se conocían prácticamente de toda la vida. Muchos incluso habían nacido en ese barrio madrileño, uno de los más antiguos y castizos, y allí seguían.
            Juan, el dueño del bar, era de todos conocidos, no era simplemente el dueño del local, sino que era un amigo, uno más del barrio, por tanto, la confianza era total. Pero en ese alegre grupo de cincuentones (más cerca de los sesenta que de los cincuenta, no vayan ustedes a creer) de barrigas plenas y satisfechas, calvas relucientes o canas solemnes, de manos arrugadas por una vida de duro trabajo, de miradas honestas y limpias existía una nota discordante, la oveja negra.
—Bueno, Benito —dijo con una sonrisa Juan mirando a la mesa algo alejada de la barra donde se sentaba Benito mareando una cerveza ya casi sin espuma y comiendo unas aceitunas (de las violás)—, ¿este año será por fin el año que te unas a nosotros en la compra de un décimo?
—Bah —exclamó con desdén Benito—. Todos los años la misma historia, cagüenendiez. Y todos los años te digo que no, que eso de la Lotería es un cuento.
—Anda, que si nos toca, no vas a rabiar tu ná —dijo uno de los amigos.
—Nunca toca, es un camelo. Un truco para sacarnos las perras.
—Lo que pasa es que aquí, el Benito, no es más que un agarraó, jo, jo, jo —se burló otro ante las risas de todos.
—Sí, sí, reíros —Benito señaló con uno de sus largos y sarmentosos dedos a la concurrencia—, pero cada año os gastáis el dinero ganado duramente, ¿y para qué? Para nada. Sois idiotas. Con ese dinero que os gastáis cada año, si lo ahorráis, os comprabais muchas de las cosas que decís queréis compraros con el Gordo de la Lotería.
—Pero Benito, hombre —exclamó alegre Juan—, que no es eso solamente. Es una forma de estar con los amigos, una bonita costumbre de la Navidad.
—La Navidad, bah, otro cuento para bobos.
—¿Cómo? —se picó uno de los parroquianos— ¿Es qué ya no crees en la Navidad?
—No en esta Navidad, toda falsa y llena de niñatos borrachos y malcriados. ¿Qué Navidades son estas? Ya no son como las de antes. Antes las costumbres eran más sencillas, pero más honestas. La Navidad se vivía como lo que era. No como ahora, no como ahora…
—Bueno, ya nos estas aguando la fiesta —se quejó Juan—. La Navidad es lo que es. Vale que ahora sea más comercial que otra cosa y que sea muy diferente a cuando éramos niños o jóvenes, pero los tiempos cambian, amigo, y hay que adaptarse.
—El cambio no siempre tiene porque ser a mejor. Pero para que discutir, copón. Mejor me marcho…
—¿Pero vas a comprar un décimo o no?
—No.
            Juan no insistió más y frotó con energía la barra con un trapo húmedo, gesto que hacía cada vez que estaba algo alterado o nervioso. Y es que Benito poseía el don de poner nervioso a todo el mundo con su agrio carácter. Benito dejó en la mesa el importe de la cerveza en monedas y salió del bar con paso lento y cansino, haciendo un leve gesto con la mano para despedirse. Atrás quedaron sus vecinos y amigos realizando comentarios, la mayoría para explicar que Benito era un tacaño incapaz de gastarse el dinero en algo como la Lotería.
            Benito era alto, casi un metro noventa, pero andaba encorvado y con las rodillas algo flexionadas, lo que le hacía aparentar ser más bajo. De pelo canoso pero abundante, patillas generosas y rostro anguloso y delgado, como todo su cuerpo. Tenía sesenta años y vivía solo en una casa en un bloque de pisos de cuatro plantas de altura, sin ascensor y con una escalera empinada que era el terror de las amas de casa que vivían en las plantas superiores cada vez que debían salir a realizar la compra. En el vecindario se le conocía como el pegamentos, porque parecía que tenía pegamento en las manos que le impedía soltar el dinero. Huelga decir que la fama de tacaño que tenía era inmensa.
            Pero Benito no era tacaño, tan sólo estaba amargado de la vida y no poseía ilusión alguna. Regentaba un pequeño taller de zapatero en una esquina del barrio, que le fue cedida por su padre que a su vez la recibió de su padre, el abuelo de Benito. A pesar de que en estos tiempos las tiendas pequeñas y los negocios familiares eran escasos, nunca le faltaban clientes a Benito. Y puesto que el local era suyo, obtenía beneficios que si bien no eran muchos eran lo suficiente para asegurarle gastos, comida, un modesto sueldo y poder ir ahorrando.
            Muchos se sorprenderían de saber el dinero que Benito tenía ahorrado en un banco, pero otros argumentarían que era lógico, puesto que al ser un tacaño nunca gastaba. Lo primero era cierto, pero no así lo segundo. Benito no gastaba no porque fuera un tacaño, sino porque nada le llamaba la atención. No poseía ilusiones, ni meta alguna más allá de abrir el taller a las ocho de la mañana y atender a los clientes. Su vida era una rutina de color gris pero que a Benito le satisfacía.
            Siempre estaba solo, aunque todo el mundo en la zona le conocía. Y tenía amigos, como los del bar de Juan, pero no era de reunirse con los conocidos y estar de francachela. Si acaso algún mus, un dominó o ver un partido del Real Madrid, de sus pocas aficiones. Los domingos a misa, y si hacía buen tiempo, quizás un paseo por el parque de la barriada o si se terciaba, por el centro de la ciudad simplemente por ver si las cosas cambiaban. Aparte de estas distracciones, la vida de Benito transcurría de su casa al taller, al bar a tomar el café o la cerveza, y a casa de nuevo. Una mujer venía dos veces a la semana y le limpiaba la casa a buen precio, y también le solía dejar comida hecha, pero Benito comía más bien poco. Y aunque nunca lo reconocería, le gustaban los menús que se servían en “El tío Lucas”. Los vecinos decían de él que era un viejo amargado, solitario y huraño que no gustaba de relaciones, pero nadie podía decir nada malo de él. Sus precios en el taller eran justos, nunca los subía y cobraba por el cambio de unas suelas lo mismo que hace diez años. Y si no tenías dinero no te cobraba al momento, sino que podías pagar más tarde. Una actitud extraña para quien se decía que era un tacaño. Pero todos sentían lástima por él, porque no era bueno que una persona estuviera siempre sola.
            Muy pocos conocían la vida pasada de Benito y el porqué de su abatimiento y tristeza, aunque realmente habría que describirlo como falta de ilusión y resignación. Ahora viejo, encorvado y arrugado, pocos podían imaginar en Benito a un mozo guapo y de pelo negro, de sonrisa fácil y picara mirada que tenía a las chicas locas de amor. Nunca le faltaron novias, y si dejaba a una enseguida tenía otra que caía rendida a sus pies. Hasta que conoció a María de los Dolores, nieta de una gitana, de pelo largo y negro como el ala de un cuervo, piel ligeramente oscura y ojos negros como la más oscura de las noches. El amor fue instantáneo entre los dos y, como mandaban los cánones de la época, se casaron por la Iglesia y se fueron a vivir juntos, dichosos y con mil planes. El taller de zapatero aseguraba a la pareja ingresos económicos y María entraría a trabajar como costurera en una fábrica donde ahora se alzaba un hospital. Fueron tiempos maravillosos plenos de luz, con dos jóvenes que se amaban con locura convencidos que la suya sería una historia de felicidad plena con altibajos, claro, pero satisfactoria.
            Hasta que llegó un invierno más frío de lo habitual en unos tiempos en que los inviernos eran ya inclementes. Y una neumonía que se complicó más de lo deseable se llevó a María en plena juventud y belleza. El mundo de Benito se derrumbó y con él las esperanzas de vivir una vida feliz. Sí, muy pocos sabían que Benito estuvo casado, pero ya no quedaba nadie con vida que supiera que no solamente murió la mujer de Benito, sino también su hijo, porque María falleció estando embarazada de dos meses. Solamente Benito cargaba con ese secreto y ese dolor, y desde aquel infausto día no volvió a ser el mismo. Pudo casarse tras el consabido luto, pero ya no había alegría o esperanza en el corazón de Benito y, por tanto, sitio para otro amor. Y Benito se encerró en la soledad y en la tristeza, en su vida y en el taller, y creó a su alrededor un muro para evitar que nunca en la Vida nada más le pudiera hacer daño. Y el tiempo pasó, y pasó, y pasó…
            Benito se apretó las solapas del abrigo con las manos y luego las metió en los bolsillos. Estaba anocheciendo y lo hacía rápido, cayendo la temperatura. Apretó el paso para llegar cuanto antes a casa y encender la estufa de gas y entrar en calor. En las calles había mucha gente yendo y viniendo a sus cosas, y coches que circulaban por la carretera principal que cortaba en dos el vecindario. Hace unos años eran pocos los automóviles, pero ahora estaban por todas partes haciendo ruido y contaminando. Aparcados en todas las aceras, encimas de ellas, provocando atascos en las carreteras, coches, coches…
            Las luces de Navidad brillaban en alegres colores de un lado a otro de las calles, y por todas partes los amigos y vecinos se saludaban y se deseaban lo mejor. Benito era creyente, y claro que creía en la Navidad, pero de una forma mucho más antigua y conservadora, tal y como le enseñaron sus padres. De todas formas, puesto que nada tenía que celebrar, tampoco es que le entusiasmara demasiado estas fechas. Es más, le ocasionaban ciertas molestias, pues tendría que cerrar el taller los festivos y se vería con días ociosos en los que no sabría qué hacer ni dónde ir.
            Caminando mientras refunfuñaba, algo habitual pero al menos había conseguido no hablar solo en la calle como lo hacía en casa, giró en una esquina y se internó por las calles camino de su casa. En esta zona el tráfico de coches ya era muy escaso, pues eran calles muy secundarias, estrechas y tranquilas. Y eso que por todas partes se podían ver carteles luminosos de tiendas de chinos, o de productos latinos, o de restaurantes turcos… Ah, como había cambiado todo desde que él era joven. Antes este barrio fue muy pobre y modesto, y duro, pues hubo mucha delincuencia, pero ahora era diferente. El barrio languidecía en una lenta pero inexorable decadencia, pero la entrada de inmigrantes había rejuvenecido la zona. Nuevas familias con nuevas ambiciones, nuevos negocios y nuevas ilusiones. Y el barrio fue adelante, subiendo y convirtiéndose en un buen lugar para vivir. Claro que todavía había cosas malas, pero era natural en sitios con tanta gente.
            A Benito ni le molestaba ni le alegraban los cambios o los nuevos vecinos, le daba todo igual. Mientras su mundo fuera igual que más daba lo que ocurriera a su alrededor. No se metía con nadie, tampoco es que ayudara mucho, pero a cambio no perjudicaba a nadie, que se le dejara en paz, eso es todo lo que pedía. Y en estas estaba, pensando en sus mismas cosas de siempre, cuando algo en el suelo le llamó la atención. Al principio pensó que era un billete, dado el tamaño quizás uno de cien euros, pero cuando se inclinó un poco, acercándose al coche estacionado, comprobó que era un décimo de Lotería tirado en el suelo, junto a la rueda delantera y en el arcén. Su primer impulso fue seguir caminando, pero al comprobar lo nuevo del décimo se decidió y lo cogió con manos ateridas por el frío. Ya era de noche y la temperatura bajaba cada vez más, de ahí que ya casi no hubiera gente por la calle. Vaya, claro que se veía nuevo el décimo, como que era del próximo sorteo de Navidad a celebrar en apenas un par de días. Algún despistado lo perdería.
—Bah, gastarse el dinero en esto para luego perderlo, que tontería…
            Se lo metió en un bolsillo del abrigo casi sin pensar y siguió camino. Un par de manzanas más y estaría en casa. Cuando llegó al portal ya ni se acordaba del décimo. Subió las empinadas escaleras (malditos arquitectos que diseñan escaleras que jamás utilizarían) despacio, vivía en el cuarto piso, pero cuando llegó al segundo escuchó voces que venían del tercero y se quedó quieto. Las reconoció al momento. Eran de su vecina, una joven que tenía dos hijas, una de ocho años y otra chiquita de apenas nueve meses, y un marido que se pasaba el día por las calles vendiendo pañuelos y chicles desde que perdiera el trabajo en la construcción. Eran latinoamericanos, quizás bolivianos, o peruanos, a Benito le daba igual, pues no se metía en los asuntos de nadie. Eran vecinos que no causaban problemas y ya. En ocasiones se escuchaban los típicos ruidos de la niña jugando, o del bebé llorando, pero eso no molestaba a Benito en nada. Para quien vivió durante muchos años al lado de un vecino borracho que cada vez que bebía le daba por imitar a Manolo Escobar o al Fary, aunque fuera de madrugada, aquello no era nada.
            La otra voz, con la que hablaba la mujer (ni siquiera sabía cómo se llamaba), también la reconoció. Era la de Genaro, el propietario de varios pisos del inmueble que alquilaba. Era un hombre algo más mayor que Benito, gordo y de cara redonda y con papada y un gran bigote. Benito agudizó el oído, aunque no era un cotilla, quiso saber de que hablaban. Genaro pedía a la mujer el pago de varios meses de alquiler, y que la situación era intolerable, había sido paciente y generoso pero debía afrontar pagos y necesitaba el dinero. Si no podía pagar, lamentándolo mucho, tendría que echarles del piso. La mujer decía que les diera algo más de tiempo, que su marido estaba buscando trabajo y que un amigo les había asegurado que para enero necesitarían gente en no sé qué sitio. Pero Genaro insistía e insistía y aseguraba que estaban abusando de su buena fe y que le obligaban a hacer algo que no quería.
            Benito gruñó de rabia en su interior. Genaro era un bufón y una mala persona. Benito le conocía desde hace mucho tiempo y sabía que era un avaro de corazón negro que ganaba dinero a base de alquileres altos y de una sastrería donde tenía a muchas mujeres trabajando a las que pagaba poco. La crisis, siempre ponía la misma excusa. La mujer intentaba convencer a Genaro y pedía un poco más de tiempo, pero Benito sabía que Genaro no se iba a ablandar puesto que ya se había visto en muchas situaciones como esta y nunca había mostrado clemencia. El alquiler que pedía por estos pisos de dos habitaciones era abusivo, y nunca los tenía en buen estado que se dijera, pero siempre evitaba las inspecciones y tenía a los inquilinos controlados.
—Por Dios, es Navidad… —fue la débil y última intentona de la mujer.
—Y cuando no es Navidad, es Semana Santa, y si no la fiesta del barrio —replicó con mal humor Genaro—. Ya he tenido mucha paciencia. Tienen quince días, si para entonces no he recibido al menos el cobro de tres meses tendrán notificación judicial y tendrán que irse.
—¿Y dónde iremos?
—Como comprenderá, señora, ese no es mi problema…
            Malditos usureros, pensó Benito, que comenzó a caminar y subir los escalones. En la televisión veía las noticias y a la gente quejándose que los bancos echaban a las personas de sus casas al no poder pagarlas, y culpaban a las entidades financieras de estos males. Pero Benito sabía muy bien que la inmensa mayoría de las casas en alquiler pertenecían a particulares, no a bancos. Madrid estaba repleta de Genaros que no dudaban en desahuciar en cuanto sus inquilinos se retrasaban un tiempo en los pagos. No eran bancos que nunca conocían personalmente a sus clientes, sino personas como Genaro los que echaban a la calle a familias o a ancianos, y sin que les importara lo más mínimo su situación actual. Cierto que algunos no eran más que caraduras que se gastaban el dinero en coches caros o viajes a todo lujo y luego no tenían dinero para el alquiler o la hipoteca, pero muchos no eran más que familias en apuros que únicamente necesitaban una oportunidad que no se les concedía porque los Genaros no lo permitían.
            Pero aquello a Benito no le concernía. Fiel a su máxima, no iba a meterse donde le llamaran. Cuando llegó al tercero vio a Genaro metiendo unos papeles en una cartera de cuero oscuro y a la mujer, pequeña y delgada, en la puerta de la casa con rostro angustiado. Genaro miró a Benito, saludó bruscamente con la cabeza y bajó las escaleras respirando muy fuerte.
—Buenas noches —dijo Benito.
—Vecino —respondió la mujer, que no debía tener ni tan siquiera treinta años.
            De repente, saliendo de detrás de la madre, hizo acto de aparición la chiquilla con alegre sonrisa, donde se apreciaba la falta de un par dientes, ya que los de leche se le andaban cayendo, y que daba a la niña la apariencia de un divertido duendecillo.
—¡Hola! —exclamó la niña con espontaneidad.
—Er… hola… —respondió no muy seguro Benito.
—¡Es Navidad!
—Sí, es Navidad…
—Cariñó, no molestes al señor. Vamos dentro…
            La madre tomó a su hija de la mano y la metió dentro de la casa mientras cerraba la puerta, pero aun tuvo tiempo la chiquilla de lanzar una última mirada alegre a Benito, que se quedó solo en el rellano de la escalera.
            Si había algo en este mundo que ablandaba realmente a Benito eran los niños. Inocentes, confiados y siempre alegres, motivaban su piedad y compasión, y le hacían suspirar al pensar cuan diferente hubiera sido su vida si hubiera tenido una familia. Con gesto resignado y cansado, Benito atacó las últimas escaleras y entró por fin a su casa.

                                                                     * * *

            La mañana del sorteo Benito se encontraba en el bar de su amigo Juan. Como todas las mañanas, solía cerrar la zapatería unos minutos e irse a tomar un café caliente con unas porras o tostadas. Allí estaba ya la televisión encendida a todo volumen, con los niños del colegio San Idelfonso cantando con sus cuidadas voces los números y los premios. Por la cara de Juan y de algunos de los parroquianos, el Gordo ya había salido y, como todos los años, no les había tocado. Juan maldecía su mala suerte, pues el premio había tocado en Madrid, y no muy lejos del barrio, pero eso, en una ciudad tan grande como la capital de España, era como decir al otro lado del mundo.
            Benito reía para su interior, satisfecho de tener razón otro año más.
—Ya te dije que es una tontería gastarse el dinero en estas cosas.
—Bah, que Cristo me confunda —exclamó Juan limpiando con furia el mostrador con su paño—. Casi cien euros tirados a la basura, ni la pedrea.
—Je, je, je —Benito sorbió lo que quedaba del café y miraba a la pantalla.
            En la televisión salieron unas personas gritando, riendo y dándose abrazos ante la puerta de un establecimiento de venta de Lotería. Eran los afortunados que poseían el número ganador. Descorchaban botellas de champan y pegaban saltos. Una rubia reportera les preguntaba que iban a hacer con el dinero y esas cosas. Un hombre puso ante la cámara de televisión su décimo premiado.
—¿Qué… qué número era ese? —preguntó Benito.
—¿Qué más te da? Si no juegas —respondió malhumorado Juan desde detrás de la barra mientras servía un café a otro cliente.
—Por curiosidad, rediez.
            Juan se lo dijo y algo emergió de las profundidades de la mente de Benito, pero al comprobar la hora y que debía volver al taller lo desechó de inmediato. Pagó y se marchó a su tienda.
            Por la noche, en casa, Benito volvió a acordarse del número del Gordo y entonces se metió la mano en el bolsillo interior del abrigo. Allí estaba. Era el décimo que se encontrara tirado en la calle. Un momento… ¿Qué número había dicho Juan que era? Se acercó al televisor y lo puso. Puesto que era la hora del noticiario, y la noticia del día, no le fue difícil encontrar el número del Gordo. El corazón le dio un vuelco. ¡No podía ser! Era el mismo número que el décimo que poseía. Benito lo comprobó hasta cuatro veces, dándose cuenta al final que por una de esas cosas de la Vida era el dueño de un boleto ganador. ¿Y cuanto le había tocado? Silbó largamente. Era un buen pellizco que, bien administrado, le daría para vivir el resto de su vida con comodidad e incluso lujos.
            Benito se sentó en su sofá, algo confundido. Podría cerrar el taller y no volver a trabajar más. Incluso viajar… Pero no, en su rutinaria y gris vida la zapatería era su ancla, su forma de vivir, no creía posible, al menos todavía, retirarse y cerrar el taller. Y bien pensado, era cierto que era mucho dinero el que le había tocado, pero, ¿para qué lo quería realmente? Ya tenía bastante en su cuenta de ahorros, y si lo que quería era tener algún lujo y viajar podía hacerlo perfectamente ahora y sin necesidad de premios. Si no lo hacía era porque no quería.
            ¿Quién iba a disfrutar de ese premio? No tenía a nadie. Su familia más cercana hacía mucho tiempo que ya había muerto. Sabía que tenía algún que otro primo, pero tras más de treinta años sin verlos a saber si tan siquiera seguían vivos. Estaba solo, comprendió de repente, tan solo y con tan pocas ilusiones que ni siquiera un premio tan estupendo como el Gordo de Navidad le causaba cierta alegría. Tristemente, comprendió que el dinero del premio iría a su banco donde vegetaría sin gasto alguno.
            Benito sintió una punzada de lástima por la persona que perdiera el décimo. Seguramente ese dinero le haría mucha más falta que a él. Aunque su mote fuera el de el pegamentos, no era un tacaño ni un avaro, y Benito tuvo la certeza que si supiera quién era el dueño del billete se lo entregaba. Pero…
            El llanto de un bebe le llamó la atención. ¿Cómo podía escucharlo? Ah, comprendió que la ventana de la cocina que daba al patio interior del edificio estaba abierta desde la tarde para que se ventilara un poco la casa. Con gesto cansino, Benito se levantó y fue a la cocina para cerrar la ventana. El niño seguía llorando. Era el crío de la vecina de abajo, la familia que tenía pendiente la amenaza de desahucio…
            El chispazo en su mente fue como el estallido de una estrella en la negrura de la noche. A su mente le vino el recuerdo de la niña graciosa con la sonrisa de duendecillo simpático y supo lo que tenía que hacer. De inmediato, rebuscó entre los cajones hasta que dio con un sobre. Metió en él el décimo y salió de casa.
            Bajó con cuidado los escalones para no hacer ruido. No quería que nadie le viera, porque si eso ocurría entonces sabía que nunca lo haría. Llegó a la puerta de la vecina, desde donde se escuchaba, aunque apagado, el llanto del bebé. Estaba dando la noche a sus padres. Benito se agachó y metió el sobre por la rendija de la puerta y el suelo. Lo empujó y adentro, el sobre desapareció. Satisfecho, se irguió y se dirigió a la escalera para ir a su casa. Entonces, a su espalda, el ruido de un cerrojo al descorrerse y de una puerta abriéndose le hizo quedarse en el sitio helado. Lentamente giró la cabeza y vio a la niña, que le sonreía y miraba. Tenía el sobre en la mano. El llanto del bebé era ahora más audible e intenso.
—¿Esto qué es? —preguntó la niña con acento gracioso.
—Eh… es para tu madre —respondió Benito—. Dáselo y cierra la puerta.
—¿Pero qué es? —insistió la chiquilla.
            Benito suspiró resignado. Se acercó un par de pasos y dijo en voz baja.
—Eso es un regalo para vosotros. Pero es un secreto, ¿vale? Entre tú y yo…
—¿Un secreto?
—Sí, un secreto. No le digas a nadie, ni tan siquiera a papá y mamá, que te he dado este sobre. Les dices que lo has encontrado en el suelo y ya, ¿de acuerdo?
—¿Por qué?
            “Eso, ¿por qué estoy perdiendo el tiempo aquí?”, pensó con fastidio Benito.
—Porque ya te lo he dicho. Es un regalo que… que… Papá Noel hace a tus padres. Soy un ayudante secreto de Papá Noel, ¿sabes? Nadie tenía que haberme visto, pero tú lo has hecho. Y si le dices a alguien que me has visto entonces os quedáis todos sin regalos porque Papá Noel se enfadará.
—¡No diré nada, señor! —exclamó la niña con los ojos abiertos como platos.
—Pues hala, para casa y cierra la puerta.
            La niña afirmó muy seria y preocupada con la cabeza y cerró de inmediato la puerta, pero la abrió rápidamente y dijo.
—Señor…
—¿Quéeeeeee?
—Gracias.
            Y cerró. Benito sonrió. Pues sí que había sido difícil.

                                                                         * * *

            Al día siguiente muchos curiosos y vecinos se acercaron al portal, y también cámaras y reporteros de televisión. Todos querían conocer a la afortunada familia poseedora de un décimo con el Gordo de Navidad. Pero era sobre todo la historia que contaban los padres lo que atrajo la atención de todo el mundo. Afirmaban que había sido un milagro, pues el boleto estaba en un sobre que su hija había encontrado en el suelo del pasillo de la entrada. Alguien lo había introducido por debajo de la puerta.
—¿Quién cree que ha podido ser tan generoso?
—¡Un alma bendecida por Dios! ¡O un ángel! —respondió emocionada y llorando la madre a la rubia reportera— ¡Qué Dios le bendiga para siempre!
            Porque la historia de la familia era de apuros intensos, y ese premio les sacaba de sus problemas y les arreglaba la vida. Cuando la niña fue preguntada como encontró el décimo, dijo.
—Lo trajo un ayudante secreto de Papá Noel…

            Pues menos mal que iba a guardar el secreto. Bueno, se consoló Benito, al menos no había dicho que era él ese ayudante secreto. Satisfecho, Benito salió del taller y caminó, como todos los días, al bar a por su café caliente. Su vida gris se vio salpicada por algo de luminosidad, pues al menos ya no era tan gris. No le importaba que nadie supiera que esa persona buena y generosa era él. ¿Qué importa la opinión de los demás? Solo importa la de uno respecto a sí mismo. Y es fácil hacer grandes acciones delante de todos y esperar las alabanzas. Lo difícil es hacer lo correcto simplemente porque sí y alejado de las miradas de todos y sin esperar nada a cambio, con tan solo un espontaneo “gracias” ofrecido de corazón como recompensa.
            Lo único que fastidiaba a Benito era el hecho que Genaro, ese ambicioso sin escrúpulos, también iba a salir ganando, ya que se le pagarían los atrasos, aunque ojalá que la familia se mudara a otro piso mejor. Ahora que lo pensaba, la próxima vez que Genaro le trajera zapatos para arreglar dejaría un clavo con la punta para adentro en el interior. Sí señor, sería digno de ver el salto que pegaría Genaro en cuanto pisara el clavo…


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Este relato ha sido escrito por Juan Carlos Sánchez Clemares, a quien pertenecen todos los derechos de autor y de publicación. Si deseas colgar este relato en alguna página, o tomar una parte de él, antes pide permiso al autor.  














domingo, 8 de noviembre de 2015

CRÓNICAS DE UN FRIKI XIII



CRÓNICAS DE UN FRIKI XIII

LOS PLAYMOBIL (o click); segunda parte.
Los primeros juegos con los playmobil.


            En la anterior entrada comenté cuales eran los juguetes más vendidos y solicitados de los niños de mi época y como comenzaron su andadura los Playmobil en España de las manos de una empresa de juguetes ubicada en Alcoil. También expliqué que mi primera caja de Playmobil fue una donde entraban cinco obreros con herramientas. Esa sencilla caja de cartón fue mi inicio en el fascinante y maravilloso mundo de los muñequitos por excelencia.

Uy, piececitas…

            El flechazo fue inmediato. Pocos recuerdos tengo de mi infancia, pero los que poseo los tengo grabados a fuego en mi mente y la visión de aquella caja de cartón en su mayor parte de color azul es uno de ellos. Desde el primer momento sentí la atracción. En la foto se apreciaban cinco muñecos y varias herramientas. De inmediato abrí la caja y de ella salieron un par de bolsas de plástico transparente que enseguida sucumbieron a mis ansias. Comenzar a jugar con los playmobil fue un hecho y no voy a decir que dejé de lado los otros juguetes, pero casi. Esos muñecos eran diferentes a lo que había entonces. Eran pequeños, graciosos (esa sonrisa…), de colores y poseían montones de complementos, en este caso escaleras, cajas, herramientas, cascos… Vamos, que me enamoraron y desde ese día ya no dejé de jugar con ellos.
            Mi madre, viendo el éxito del regalo, ya no tuvo dudas sobre lo que comprarme para otras fechas señaladas, como otros Reyes y los cumpleaños. Hay que señalar, como ya hice en la anterior entrada, que la puesta a la venta de las diferentes referencias de Playmobil en España siguió un curso diferente a la del resto de países donde también estaban a la venta. Es por eso que algunas referencias nunca se pusieron a la venta aquí y otras tardaron un tiempo en verse por las jugueterías a la espera de la definitiva consolidación del producto. Así pues, las primeras cajas de Playmobil, o de Famobil las vamos a llamar, en España eran cajas pequeñas, de clicks individuales o las cajas llamadas súper set donde te entraban cinco clicks, como mi caja de obreros. Las siguientes cajas que mi madre me compró fueron pequeñas: la del arquero medieval, un par de otras de obreros para completar mi súper set, una de un indio con un caballo y cosas así. Junto a estas cajas pequeñas se me regaló la referencia que siempre he considerado mi favorita pues es el playmobil que más me gusta: el sheriff (Ref. 3341) que venía con una silla mecedora.
            Del Playmobil sheriff guardo un grato recuerdo, pues ya me hizo comprender que la colección del Oeste iba a ser mi favorita. Fueron innumerables las horas que pasé jugando con ese click, muchas aventuras imaginé. Puesto que los clicks se podían desmontar con bastante facilidad, cambiaba brazos y piernas y hacía Playmobil según mis gustos. En ocasiones el sheriff era el de siempre y en otras totalmente de negro según la película del Oeste que hubiera visto en esa semana. Los regalos de Playmobil eran todo un éxito. No solamente me hacían mucha ilusión, sino que mi madre se dio cuenta que Juan Carlos jugando con los Playmobil era Juan Carlos que desaparecía y no existía. No molestaba, no incordiaba, no pedía más que me dejaran jugar en un rincón tranquilamente con mis clicks. “Esto es un chollo”, debió pensar mi santa madre.

Llegan las míticas cajas de siete clicks

            Antiguamente en mi barrio de Usera, Francisco Ruiz, existía una juguetería ubicada en un mercado que hoy en día es llamado eufemísticamente “galería comercial”. Ya no existe esa juguetería y por desgracia no me acuerdo de su nombre, pero sí recuerdo que se encontraba al inicio de la galería o mercado, justo bajando las escaleras en la esquina. En su escaparate se podían ver las cajas y los juguetes colocados, y mis recuerdos se basan en pensar en aquella juguetería como algo legendario. Era como entrar al Walhalla. Poseía amplios escaparates de cristal. Y el mostrador era de madera. Entrabas y justo en el mostrador estaba el expositor con las cajas pequeñas e individúales de Famobil, y mirando hacia arriba, a las gloriosas cumbres hogar de los poderosos dioses, por los estantes más altos, las cajas más grandes. Mi madre me solía comprar casi todos los Playmobil en esa tienda. Tampoco recuerdo a los dependientes o dueños, porque era entrar y centrar mi atención en los juguetes y no fijarme en nada más; los niños somos así. En otras Navidades mi madre me llevó a la juguetería para que eligiera mis próximos clicks para Reyes y fue entrar en la tienda cuando algo llamó poderosamente mi atención.


            Allá arriba, como ya he dicho, estaban unas nuevas cajas de Famobil. Eran más grandes, con más clicks, más complementos, fotos nuevas y espectaculares. ¿Qué era aquello? El dependiente nos explicó que eran las nuevas referencias de Famobil, súper sets que habían suplantado a las anteriores cajas de cinco clicks. Ahora entraban siete y seguían siendo temáticos. Mi madre me dijo que eligiera tres cajas de aquellas y yo, alucinado ante aquello, pedí a los Reyes Magos que me enviaran tres cajas de las nuevas. Había unas cuantas, pero tras verlas decidí que fueran la de los soldados de la Unión (ref. 3408), la del Oeste de vaqueros (ref. 3407) y una medieval donde entraban unos reyes, la princesa y soldados (ref. 3405). Podéis pensar que ya que pedí sobre todo del Oeste, porque no solicité a los Reyes Magos la caja de los indios (ref. 3406). Si no lo hice fue porque no estaba. Quizás el dependiente ya la hubiera vendido, o no la tenía. Como fuera, la cuestión es que al no estar no la pude pedir. Fue de esta manera como esa caja nunca la pude tener de niño y no fue hasta muchos años más adelante, ya de adulto, que la pude adquirir para mi colección.


            ¡Cuánto disfruté de esos playmobil! Mi infancia se vio salpicada de horas y horas de juegos con los soldados, los vaqueros y los medievales. Pronto vinieron más cajas de siete clicks (y entre ellos las clacks): la de los médicos y enfermeras, la de los policías… Y cajas pequeñas, o incluso alguna que otra de cinco clicks. Mi colección de Playmobil fue aumentando con el paso del tiempo y con todos ellos jugué mucho. Y de esas cajas se pasó a tener el fuerte Playmobil, el Fort Randall (ref. 3419), o el castillo (ref. 3446), pero sobre todo el barco pirata (ref. 3550), el primero, el legendario, la referencia de Playmobil más vendida en España, el juguete que prácticamente todos los niños de mi generación hemos tenido. 


El salto a los años 80

            Como ya expliqué en la anterior entrada, la empresa de Famosa perdió la licencia de los clicks en España que pasaron a ser fabricados y distribuidos por Playmobil. Hubo entonces un periodo nebuloso en el que no se sacaron nuevas referencias a la venta y por eso durante un tiempo existieron en el mercado cajas con el nombre de Famobil y otras con el de Playmobil, hasta que poco a poco todas las de Playmobil sustituyeron a las de Famobil. Y ocurrieron algunos cambios interesantes.
            Hay que aclarar que cuando era un niño yo jugaba con mis clicks. Los quería y trataba casi como algo vivo, pero para mí eran juguetes. Aunque quería tener muchos y ya sabía perfectamente los que más me gustaban, no poseía esa idea de coleccionismo tal y como lo entendemos. Quería tener más cajas para tener más variedad a la hora de jugar, no para coleccionarnos. El convertirse en coleccionista vino después. En ese periodo de los míticos años 80 en España.
            ¿Qué pasó? Lo normal. Uno crece y va dejando de lado los juguetes. Pero en mi caso siempre quise tener mis juguetes de la infancia conmigo. Como ya he escrito varias veces, cuidaba y guardaba mis cosas, y gracias a eso varios de mis juguetes me han llegado hasta la actualidad. Pero uno deja de jugar con ellos y los va arrinconando en armarios y trasteros. Yo tuve un problema adicional que era mis primos. Jugar con ellos era divertido, pero también en ocasiones frustrante y deprimente. Me rompían los playmobil, me perdían piezas cuando no me las robaban. Uno tampoco tenía la noción de lo que poseía entre manos, y aunque guardaba las cajas en el momento en que se me rompían o estropeaban las tiraba sin pararme a pensar en repararlas y guardarlas para el futuro. Es decir, que en el trayecto entre el niño, el adolescente y el adulto uno va perdiendo cosas que luego echa de menos, sobre todo cuando se convierte en coleccionista. También me desprendí de algunos de mis clicks: el castillo lo regalé, uno de los barcos piratas también, playmobil sueltos que fui dando por aquí y por allá a los hijos de mis vecinos, esas cosas…
            Así fue pasando el tiempo y aunque varias cajas y algunos playmobil seguían en mi poder, lo cierto es que perdí la inmensa mayoría de ellos. Y llegamos a los años 80. En mi vida ahora lo importante eran otras cosas: las discotecas, las chicas, los cómics, las películas, la música, los libros… Por aquel entonces las tiendas de juguetes seguían existiendo. Era normal encontrarte una en tu barrio o cerca de él. Ahora son más difíciles de encontrar. Los centros comerciales han acabado con las jugueterías, y también lo han hecho las cadenas de tiendas de grandes empresas. Pocas son las jugueterías que sobreviven hoy en día. De todas las que conocí ninguna ha llegado a estos días; una lástima.


            Pues bien. Ya en mi nueva casa, en Fuenlabrada, dando un paseo por el centro de la ciudad, encontré una juguetería y en el escaparate vi una caja de Playmobil del Oeste. Al ver la caja sentí una especie de punzada de nostalgia de la niñez y todavía no sé porque, sentí la necesidad de comprarla. Era una caja pequeña, entraban dos vaqueros, uno de ellos a caballo (ref. 3304). No lo sabía, pero esa decisión me convirtió en coleccionista. Al llegar a casa y abrir la caja me topé con el catálogo donde se podía ver toda la nueva colección del Oeste. Habían remodelado por completo la colección y los playmobil.
            A principio de los 80 (si la memoria no me falla creo que fue en 1982), Playmobil innovó sus clicks al dotarle de manos móviles. Aquello fue toda una revolución y éxito total, por lo que de inmediato los playmobil de manos fijas se vieron sustituidos por los de manos móviles. Pero las colecciones no habían cambiado. Sencillamente eran las mismas referencias únicamente que los clicks tenían las manos móviles. Las nuevas referencias que iban saliendo ya eran con esos playmobil nuevos. Pero la nueva colección del Oeste, que fue por mediados de los 80, eran referencias totalmente nuevas. Si bien los playmobil básicamente eran los mismos, ahora existían nuevos modelos de pelucas, rifles más modernos, los caballos podían venir de otros colores y pintados, más detalles y más accesorios. Los indios, por ejemplo, vieron toda una revolución cuanto que eran de tez morena; ya no eran blancos, eran indios. 


            Aquellas nuevas cajas del Oeste me gustaron mucho y me propuse ir comprándolas poco a poco. No para jugar con ellas, se me había pasado la edad (¿seguro?), sino por el placer emocional de rememorar mi infancia, de tener las cajas y los playmobil expuestos por mis estanterías y por toda la casa. En un principio decidí comenzar comprando las cajas pequeñas: el nuevo sheriff, el bandido, el mexicano con la guitarra, el trampero, el jefe indio… y luego ir a por las cajas medianas y más tarde a por las grandes. Fue una decisión acertada, porque no lo compré todo de golpe. Mi economía no daba para tanto, sobre todo porque tenía otros vicios que mantener como ya se ha visto en estas mis crónicas, y porque las jugueterías no tenían todas las referencias. Fue una tarea de años, de búsqueda paciente y diligente, pero las fui encontrando todas. Como digo, fue una acertada decisión, pues en la actualidad esas cajas pequeñas son muy difíciles de encontrar y suelen tener precios elevados.


            Sin darme cuenta, me había convertido en coleccionista y friki de los Playmobil, especialmente de la colección del Oeste, colección en la que suele girar toda mi ansia y esfuerzos. Ahora llegarían las búsquedas de cajas, encontrar jugueterías, ferias y compras por Internet, pero de todo esto hablaré en la siguiente entrada de Crónicas de un friki. Nos vemos…
Continuará…
   
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Son mi iniciación en el mundo del Warhammer 40.000 y digamos una continuación de Crónicas de un Friki a partir del cierre de la tienda.