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jueves, 7 de noviembre de 2013

CRÓNICAS DE UN FRIKI II



CRÓNICAS DE UN FRIKI II

LOS CÓMICS (o tebeos); primera parte.
LA INFANCIA.

            Como ya he dicho en otras ocasiones, pero nunca me cansaré de repetirlo, mi afición a leer me vino desde muy pequeño, en concreto, a los cinco años. Fue gracias a mi madre y a la educación que me dio, no solamente enseñándome a leer y escribir en casa, sino también mediante ejemplo, pues mi madre, para muchas cosas, siempre fue un ejemplo. Mis recuerdos más antiguos son ver a mi madre siempre leyendo algo, un libro, una novela o un cómic, que entonces se llamaban tebeos y que para esta parte de las crónicas utilizaré más a menudo.
            Decía, que mi madre me enseñó a leer y escribir con cinco años, y dado que los hijos tienden a imitar a los padres, no tardó en calar en mi la afición a la lectura (o quizás venga ya en los genes, quien sabe). Para que las enseñanzas entraran mejor en mi infantil mente, mi madre utilizó el truco de enseñarme a leer y escribir tanto con tebeos como con novelas del Oeste o de Ciencia-Ficción; pero de la parte de los libros y novelas hablaré en su apartado correspondiente. Los primeros tebeos que leí fueron los de la época, de la década de los 70, pero también de algunos incluso más antiguos que por entonces todavía perduraban. Así, de memoria, puedo decir que leí las historias de Roberto Alcázar y Pedrín, Turok el guerrero de Piedra, el Guerrero del Antifaz, el Hombre Enmascarado, el Capitán Trueno, el Jabato y otros muchos más, como otras revistas de diferente corte, como Pulgarcito, el popular TBO y otras colecciones.
            Pero lo cierto es que, aunque cumplieron su propósito, esos tebeos no terminaban de convencerme. Me explico. Roberto Alcázar y Pedrín y todas sus variantes me parecían historias aburridas y dibujos más bien pobres. No me gustaban demasiado, ni tampoco las aventuras del Guerrero del Antifaz o el Capitán Trueno, por más que fueran personajes españoles y se movieran en ambientes históricos, es decir, la Historia, una de mis pasiones actuales. No, había algo que impedía que dichas historias me llenasen. Ya desde muy pequeño comenzaba a aflorar en mi persona una de mis grandes aficiones, la Historia de Roma, y mis primeros contactos con esa antigua y esplendorosa cultura vinieron gracias a los tebeos de El Jabato, del mismo guionista que el Capitán Trueno (Víctor Mora al guión y Francisco Darnís al dibujo). El Jabato era diferente, los personajes se movían por ambientes antiguos, con mitologías y leyendas que en mi joven mente calaron profundamente, pero sobre todo quedé obnubilado por el poderío y majestuosidad de la Roma Imperial.
            Con todo, tampoco El Jabato supuso una gran influencia respecto a los tebeos. En mi infancia hubo una serie de colecciones y personajes que sí supusieron un antes y un después en mis gustos sobre los cómics, unos tebeos que perseguía con autentica ansia por frutos secos, quioscos y el patio del colegio, porque eran esos los que deseaba leer y devorar letra por letra con fruición.

Llegan los geniecillos azules, los detectives más disparatados del cómic, un galo irreductible, un pato con antifaz y los tebeos de los grandes clásicos de la literatura.

            Sí, esos fueron los tebeos que forjaron mi oscura alma y corazón de piedra, los tebeos que me hicieron pasar los momentos más mágicos, breves y eternos, y maravillosos de mi infancia en cuanto a la lectura. Me refiero a Los Pitufos, Astérix el galo, Mortadelo y Filemón, Patomas, 13 rue del Percebe, Zipi y Zape, otros personajes similares y Las Joyas Literarias Juveniles de Ediciones Bruguera, recreaciones en formato tebeo de los grandes clásicos de la literatura de todos los tiempos. ¡Emoción y nutriente en grandes toneladas para la mente!
            Pero antes de hablar de estos monstruos de la Historia del Cómic, bueno sería detallar como era yo por entonces, un zagal de apenas siete u ocho años que siempre iba con un tebeo en la cartera del colegio o que tenía por casa, reverenciados como tesoros, sus tebeos guardados primorosamente en cajones para que no se estropearan. A pesar de lo que puedan creer muchos de los que me conocen actualmente, yo era un niño bueno, es decir, callado, introvertido y sumamente dócil. Sí, así era yo. Mi madre me llevaba con ella de visita a las casas y me decía: “siéntate ahí, en esa silla”, y yo obedecía y me sentaba tranquilo hasta que mi madre me dijera lo contrario. No dejaba de ser un niño, claro, y cuando me juntaba con los amigos, mis primos o mis hermanas no dejaba de jugar, corretear y armar bulla, y he armado mis buenas travesuras, pero por lo general era tratable, quieto, silencioso y obediente. Pero el colmo era cuando me daban algo para leer. Mi madre, que me alentaba siempre en esa faceta, cuando llegábamos a una casa, preguntaba si en ella había algo para leer, y como ese algo fuera un tebeo, Carlitos lo tomaba con manitas expectantes, brillantes los ojos, se ponía a leer y era como si hubiera muerto, porque sencillamente ya no había niño. Mi mente estaba demasiado ocupada asimilando lo que leía en el tebeo y mis ojos contemplando los dibujos al detalle.
            Por aquel entonces la lectura entre los niños y los adolescentes se intentaba propagar mucho más que en la actualidad, por eso no era raro encontrar cómics y libros en muchos sitios a pesar de que estos fueran humildes, porque aunque pueda parecer increíble e irónico, se leía mucho más antes que ahora. Así fue como conocí Los Pitufos, de Peyo. Mi madre me llevaba a casa de una prima suya que compraba a sus hijos estos tebeos, que por entonces también los publicaba Bruguera a la friolera de 75 pesetas de la época, que no era moco de pavo. Por supuesto, no tardaron en caer en mis pecadoras manos dichos tebeos y enseguida descubrí a los increíblemente divertidos Pitufos que, para los más ignorantes, no son sencillamente historias para niños, sino que contienen un humor negro e irónico bastante genial, aparte de denuncias sociales hábilmente solapadas entre el humor y las pitufantes conversaciones. En mi memoria han quedado para siempre historias como “El Pitusímo”, “El ketekasco”, “Aprendiz de pitufo”, “La pitufita” o “Sopa de pitufos” entre otros, sin olvidar a “Los pitufos negros”, la primera historia de zombis, colegas, que se adelantó en años a los muertos vivientes de Romero. Los Pitufos fueron de los pocos tebeos que leyeron mis hermanas, así que gracias a ellas podíamos juntar nuestras exiguas pagas e ir rastreando por los quioscos todos los tebeos que salieron de los pequeños pitufos, incluidas las aventuras de Johan y Pirluit.
            Respecto a Astérix, lo descubrí en el colegio, posiblemente a la edad de entre diez y doce años, pues en la biblioteca del colegio tenían la colección entera. No solamente me atrajeron las historias sino que, una vez más, me encontré con Roma, aunque en este caso fuera una parodia totalmente falsa la creada por Goscinny y Uderzo, pero que no resta ni una coma a esa obra maestra del cómic. Las carcajadas y los momentos increíbles que pasé leyendo Astérix no tienen parangón. Al ser siempre en edición de tapa dura, Astérix era bastante caro y la única manera que poseía de poder leerlos era o bien a través de la biblioteca, o que algún conocido los coleccionara.
            Luego estaban los personajes tipo Zipi y Zape, Carpanta de Escobar, o 13 rue del Percebe, Pepe Gotera y Otilio y el botones Sacarino de Ibañez, Anacleto, agente secreto o Toby de Gallego y otros personajes españoles de por entonces. Aunque los únicos que realmente me gustaron fueron Mortadelo y Filemón del gran Ibáñez. Las aventuras de esos dos esperpénticos detectives a sueldo de la T.I.A. siempre han sido de mis favoritas. Y de sus historias las que se conocían como “largas”, es decir, nada de historias auto-conclusivas de dos o tres páginas muy en boga en la política editorial de Bruguera de la época. Existían varias revistas de Mortadelo y Filemón donde uno podía leer sus aventuras, Mortadelo semanal, Súper Mortadelo y luego la archí famosa Colección Olé y los Súper Olé, tomos donde se reunían en orden varias aventuras largas de los dos detectives.
            Otra de los tebeos que leía con fruición siendo niño era Don Miki, la revista juvenil de los personajes de Disney que editaba Montena. Las aventuras que más me gustaban eran las del Tío Gilito, Donald y sus tres sobrinos normalmente luchando contra los Golfos Apandadores que siempre andaban detrás de la fortuna del Tío Gilito, fortuna que guardaba moneda a moneda en un gigantesco edificio y que utilizaba como piscina descomunal. Según buceaba en su fortuna, el Tío Gilito, que era tacaño, sabía si tenía más o menos dinero. De todos estos personajes, más Mickey, Minnie o Pluto, el que más me encantaba era Patomas, que era un súper héroe que salía disfrazado por la noche a combatir el crimen. Ese Patomas no era otro que Donald, sobrino del Tío Gilito, y evidenciaba que a no muy tardar los cómics de superhéroes acapararían mi atención; pero de esto hablaré en su correspondiente apartado.
            Los Don Miky eran también unos tebeos bastante caros, o al menos lo eran para alguien que pertenecía a una familia de clase baja muy humilde como era mi familia entonces en los años 70. Tuve la fortuna de tener dos amigos que sus padres les compraban quincenalmente el Don Miky. Uno de ellos era mi mejor amigo en el colegio, Jaime, y con quien he pasado las mejores tardes de mi niñez. Ambos íbamos juntos al colegio de Madrid Juan Sebastián El Cano y Jaime vivía cerca de allí, algunas tardes pasábamos a su casa y nos leíamos unos cuantos Don Miky. Mi otro amigo era un compañero de las clases de judo, por lo mismo, salíamos del gimnasio y allá que leíamos los tebeos. Dado que no me dejaban llevarme a casa números para leer, mi estilo de lectura se basaba en leer lo más rápidamente posible y asimilando la mayor información de forma clara y concisa. Es decir, que si mis amigos se leían un tebeo, en el mismo tiempo yo me leía dos o tres, ¡eran oportunidades que había que aprovechar! De ahí viene el que sea tan rápido en la lectura y además me entere de lo que estoy leyendo.

Tebeos un poco más literarios.

            Siendo los cómics literatura al mismo nivel, en ocasiones, que la de los libros, siempre no se ha dejado de ver a los tebeos como un subgénero menor, como literatura encaminada a entretener a los niños, prepararles para lecturas más “serias” y poco más. Y esto es un grave error que el tiempo está reparando justamente. Pero por entonces los cómics, por muy buenos que fueran, apenas llamaban la atención. Una manera de darles un poco de más seriedad era que muchas editoriales procuraban atraer sobre sí la atención de los adolescentes o darle una patina más madura e intelectual a sus publicaciones, y nada mejor para ello que adaptar al tebeo a los grandes clásicos de la literatura de todos los tiempos.
            De mi niñez destaco la colección Las Joyas Literarias Juveniles de Ediciones Bruguera, donde me acerqué por primera vez a grandes obras maestras de autores como Julio Verne, Charles Dicken, Walter Scott, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, Henryk Sienkiewicz, Mark Twain y tantos otros grandes maestros. Esta colección comenzó su andadura en 1967, pero fue tanto su éxito y su buen hacer, que perduró durante muchísimos años y rara era la biblioteca de un colegio que no solía poseer algunos números de la misma. Me encantaban estos tebeos, porque los guiones eran soberbios y los dibujos espectaculares, aunque algunos dibujantes me gustaran más que otros.
            Nunca pude llegar a comprar estos tebeos, porque la precaria economía de mi familia no permitía tales lujos, y mi aún más exigua paga semanal me incapacitaba el poder soñar con comprarlo. Así que, el truco era estar en la biblioteca o si no, en el hogar del hijo de la vecina de al lado de donde vivía mi abuela materna; y donde sigue viviendo, gracias a Dios. Yo tendría unos siete u ocho años, y ese chico quizás unos dieciséis o puede que un poco más, y para mí era un chollo cuanto que no solamente poseía tebeos de Las Joyas Literarias, sino también una fantástica colección de llaveros que tenía colgada por todas las paredes de su habitación. Era entrar en ese cuarto y pasarme los minutos fascinado viendo llaveros de todas las formas y después, premio, poder leer uno o dos tebeos que tan generosamente me prestaba aquel muchacho del que guardo grato recuerdo pero escaso conocimiento, pues ni me acuerdo de su nombre. Eran estos los premios a mi buen comportamiento allá donde fuera. Todo aquel que me conociera sabía que era un niño al que le apasionaba leer y era muy fácil mantenerme contento y quieto.

El superhéroe español por antonomasia.

            ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¿Es Superman? Pues no, es Superlópez, el superhéroe más divertido y famoso de los tebeos españoles, creado por Jan, fue todo un éxito de ventas allá por los años 70 y 80, solamente superado por Mortadelo y Filemón. Aunque es cierto que Superlópez sigue editándose hoy en día, su calidad se encuentra a mil años luz de distancia de sus primeros años. Mi encuentro con este personaje fue de casualidad, pues teniendo unos diez u once años me encontraba con mis padres veraneando en Valencia, cuando una noche nos encontrábamos dando un paseo por el puerto cuando el interior de una cabina de teléfonos me llamó la atención. En dicha cabina, sobre el mostrador, se encontraba una revista y un pequeño monedero con monedas, creo que eran casi trescientas pesetas. El dinero se lo di a mi mami, pero el cómic me lo quedé enterito para mi, y era nada menos que “El Señor de los chupetes” de Superlópez, donde en su contraportada se encontraba anotada a bolígrafo los resultados de la quiniela de aquella semana; algún depravado había cometido semejante sacrilegio.
            Jope, alucinado me quedé con la historia, aunque en un principio me perdí y no logré entenderla por completo ni aprovechar toda su grandeza, puesto que por entonces nada sabía de Tolkien ni “El Señor de los Anillos”. No obstante, y aunque “El Señor de los Chupetes” no es una de mis historias favoritas de Superlópez, leí aquel tebeo como un millar de veces. Y cuando no lo leía, lo disfrutaba de otras formas. Por ejemplo, me dio por contar cuantos chupetes salían dibujados, o cuantas ratas, o cuantos cerdos (el que lo haya leído me entenderá) y así pasaba el rato y explotaba aún más el tebeo.
            Esto de contar cosas no lo hice solamente con Superlópez. Me acuerdo que también me entretenía contando los disfraces de Mortadelo en sus aventuras, o cuantos pitufos salían en aquella historia (¿era verdad que eran cien?) o los legionarios romanos en Astérix. O sea, que por aquel entonces, ya en mi tierna infancia, se demostraba que estaba majara perdido, como una cabra loca.
            De Superlópez también destaco las aventuras que me llenaron de ilusión y mantuvieron pegadas mis narices en sus tebeos durante horas y horas, como “El Supergrupo”, “La semana más larga”, “Los cabecicubos” o “Los alienígenas”.
            Pero también existía un problema con Superlópez, y es que el precio de sus tebeos también era demasiado caro para mi economía. Así pues, ¿cómo conseguí leer todos aquellos cómics? ¿Y cómo logré poseer algunos? A día de hoy, por ejemplo, sigo teniendo en mi poder ese ejemplar de “El Señor de los Chupetes” con los resultados de la quiniela en su contraportada.
            En el próximo capítulo de estas, las Crónicas de un Friki, abordaré el peliagudo asunto de conseguir tebeos, la ración semanal para mantener viva la adicción, el cambio de tebeos en quioscos y frutos secos (todo un alarde de diplomacia, negociación y habilidad) y lo arriesgado de intercambiar tebeos con los colegas. Además, el vuelco que supuso en mi personita el conocer unos cómics que abrirían mi mente a otras dimensiones e historias. Me refiero a los cómics MARVEL.


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