Hola, bienvenido a mi foro. Aquí encontrarás información sobre mis libros, eventos, consejos, experiencias,

avances y muchas cosas más relacionadas con mi profesión de escritor.

Soy Juan Carlos y espero que te guste lo que vas a encontrar.

sábado, 2 de junio de 2012

Avance VAMPIRUS


CAPÍTULO III: SON LOS HOMBRES LOS VERDADEROS MONSTRUOS.
Sacro Romano Imperio Germánico, Servia, invierno de 1732.

         El viaje duraba ya muchos días, pero la expedición no desistía de su empeño en llegar cuanto antes a Medvedja. A pesar del intenso frio y que los campos y bosques se encontraban cubiertos de una espesa capa de blanca e inmaculada nieve, el tiempo les había respetado y al menos no habían padecido tormentas de viento o granizo ni temperaturas excesivamente bajas, si bien por las noches se debían encender buenos fuegos y procurar arroparse adecuadamente, porque era cuando peor se pasaba y se corría el riesgo de congelarse un dedo o un pie.
         La salida de Viena fue discreta, procurando no llamar la atención, pues el emperador no deseaba que nadie más allá de los directamente implicados supiera nada acerca de la misión que Flückinger comandaba; la máxima prioridad, aparte de esclarecer los asesinatos, era que el secreto debía prevalecer y nadie debía ser informado de los hallazgos e investigaciones.
         Tras abandonar la capital se encaminaron directamente hacia Hungría, yendo siempre por caminos y carreteras directas que les condujeran con la mayor rapidez posible a Servia. En contra de la opinión de Flückinger, el emperador les había prohibido que entraran en Budapest, ya que una expedición imperial llamaría la atención y haría preguntas indeseadas. Flückinger no comprendía a que venía tanto secretismo, pero no estaba dispuesto a contrariar al emperador.
         La expedición se encontraba formada por él mismo en calidad de jefe, los tenientes coroneles Büttner y su amigo J. H. von Lindenfets, que estaba encantado de unirse a lo que consideraba una extravagante aventura y compartía las tesis de Flückinger que explicaban los asesinatos de Medvedja. Lindenfets, además, pensaba que era la oportunidad para abandonar por un tiempo las intrigas de la Cancillería y sentirse vivo viajando por zonas agrestes y salvajes de enorme belleza natural; sentíase más joven y se le veía alegre y lozano. Complementaban la expedición los experimentados y afamados doctores, en calidad de ayudantes de Flückinger, Siegele y Johann Friedrich Baumgarten. Este último no dejaba de quejarse durante todo el trayecto, ya fuera por su edad o porque el frío le hacía doler los huesos. Andaba todo el rato aspirando rapé, como si fuera la solución para sus problemas, y estornudando y repitiendo sin cesar que no debía encontrarse en tal situación. Flückinger no sabía porque Friedrich se había unido a la misión, pero lo sospechaba.
         Tenía dos posibles teorías. Una era que Friedrich, tal y como se rumoreaba en la corte, había caído en cierta desgracia ante el emperador por una ligera indiscreción y por eso se encontraba en la expedición, como un pequeño castigo. Flückinger no creía tal cosa y consideraba más plausible la segunda opción, que era que el anciano doctor era en realidad los ojos y oídos del emperador en la misión, ya que era su hombre de confianza, leal y adulador a toda prueba. Quizás Friedrich se quejaba tanto para desviar las sospechas de ser el vigilante del grupo, o tal vez fuera sincero en sus lamentos, porque no había que olvidar que era hombre mayor que llevaba muchas décadas viviendo en la comodidad de los palacios y ricas casa vienesas. A Flückinger le importaba bien poco cual era en realidad el papel de Friedrich en la misión; él era quien tenía el mando y eso era lo esencial.
         Terminaba de formar la expedición cuatro soldados de confianza, de cierta veteranía, y los dos conductores de sendas carretas donde se transportaban víveres, instrumentos médicos y diverso material, así como tinta y papel, medicinas, cuerdas, lámparas, seis pistolas y cuatro fusiles de chispa y su munición, incluso dos alabardas. Al principio a Flückinger le pareció exagerado llevar tal arsenal, pero ahora que llevaban días de viaje y se encontraban en agreste y perdido terreno, creyó que había sido una excelente idea echar tales armas a las carretas. Todos iban armados, excepto los dos médicos, con espadas y puñales; Lindenfets llevaba en su caballo un sable de caballería y Flückinger una pistola con su funda al cinto. Viajaban a caballo, excepto Friedrich por su edad, vestidos con ropa adecuada, tipo militar, botas, calzas gruesas, abrigos largos de tela austriaca ideal para el frio, chaquetas de tonos verdes y marrones estrechas y ligeramente abiertas por la cintura y camisas de lana, junto con sombreros de ala ancha de color marrón oscuro.
         La marcha era siempre a paso rápido, pero sin forzar a los caballos, y se iniciaba al despuntar el día y terminaba tras anochecer y encontrar un buen sitio donde montar el campamento. Al principio no supuso problema pernoctar, ya que casi siempre se encontraba una posada al borde del camino, una casa de postas, un pueblo donde podían alojarse en la casa del alcalde o un pequeño cuartel de milicianos encargados de vigilar la zona y prender a los bandidos. Pero a medida que se adentraron en Servia ya fue difícil encontrar tales sitios y cada vez fue más frecuente tener que dormir en las tiendas, mientras afuera los soldados se turnaban para montar las guardias. Lindenfets aseguraba que Servia estaba infestada de asesinos y bandoleros que asaltaban a los viajeros solitarios o pequeños grupos que no tomaban las medidas adecuadas. Era difícil que atacaran a una expedición tan numerosa, formada por soldados bien armados, pero nunca estaba de más tomar precauciones. En estas cuestiones, Flückinger cedía toda la autoridad a Lindenfets.
         En los primeros días de viaje el doctor lo pasó fatal, pues ya había olvidado lo que era sufrir los rigores de viajar y vivir al aire libre. Tras licenciarse con honores del ejército su vida fue muy acomodada y lujosa en Viena y tener que volver a dormir en el suelo, pasar frío o sentir el aguijonazo del viento helado en el rostro le supuso un gran tormento. Al principio maldecía su destino y solo se quejaba por dentro, pero poco a poco su cuerpo, joven y fuerte, se fue acostumbrando y de repente el frio ya no lo era tanto y el paisaje comenzó a ser visto de otro modo. Cabalgaba aspirando el aire frío y puro que le llenaba los pulmones y le hacía sentirse vivo, y el olor del pino y de montaña era como un bálsamo para sus músculos. Incluso hubo momentos que disfrutó del recorrido, olvidándose por completo de la vida en Viena y sus arteras maquinaciones para seducir damas de alta alcurnia.
         El paisaje era impresionante y de una belleza tan melancólica como mortal, pues perderse en estos paramos era firmar la sentencia de muerte. La nieve era omnipresente y todo lo cubría. Extensos y tupidos bosques de hayas, pinos, abetos y alerces se extendían hasta donde la vista podía abarcar. En ocasiones el camino a seguir se internaba en estas forestas y los viajeros debían extremar las precauciones, ya que eran los lugares idóneos para sufrir emboscadas. Otras marchaban dejando a un lado profundos y anchos valles cerrados, aún vírgenes al paso del hombre, por donde cruzaban arroyos o riachuelos de aguas plateadas y extremadamente frías. En tales parajes habitaban una variada y en ocasiones peligrosa fauna, compuesta por ciervos, rebecos, jabalíes, feroces osos pardos, zorros, gatos monteses, linces y las hambrientas manadas de lobos, que en invierno eran el terror de los campesinos y ganaderos. Sus ríos eran ricos en peces, muy apreciados por su sabor eran, el salmón y los diferentes tipos de truchas. Los cielos eran surcados por diferentes tipos de aves, siendo el águila la reina suprema de tales dominios.
         La riqueza y los recursos de la campiña serbia eran enormes y no era de extrañar que fuera una tierra codiciada tanto por el Imperio como por los turcos. Con todo, aventurarse en sus oscuros bosques, altas montañas o cerrados valles era enfrentarse a un terrible frío que entumecía las carnes y te hacia dormir para no despertar jamás, o tener que batirse contra las inmisericordes garras de osos o las fauces de los astutos lobos, eso sin contar con que se podrían encontrar cosas peores.
         Cuando llegaba la noche los soldados buscaban un lugar adecuado no muy alejado del camino donde poder levantar las tiendas alrededor de los carros y encender varios fuegos, que servirían para combatir el frio y ahuyentar a las fieras. Flückinger pensó que en estas ocasiones Servia parecía un país deshabitado, ya que podían pasar jornadas sin encontrarse a nadie durante el trayecto, pero en realidad eso era así por que viajaban en pleno invierno, que era cuando menos se desplazaban las personas y evitando las ciudades y pueblos principales siguiendo las instrucciones imperiales a no ser que fuera por causa mayor, por accidentes o por falta de alimentos y agua.
         Flückinger se sentó encima de una piedra que un soldado colocó junto a la fogata entre el teniente coronel Lindenfets y el doctor Siegele. Enfrente suya estaba Friedrich aspirando un poco de rapé. Se le notaba ojeroso y algo pálido, y no dejaba de quejarse del frío que le impedía dormir por la noche. En otra hoguera los conductores del carro preparaban un guiso de patatas con tocino para cenar y Friedrich suspiró, renegando de todo y echando de menos las delicadezas que su cocinero personal le solía preparar en Viena.
—Hum, estimado doctor, no os veo muy contento —dijo con una sonrisa Lindenfets a Friedrich—. Deberíais agradecer al emperador la oportunidad de poder viajar y contemplar este hermoso país que en muchas partes aún no ha sido mancillado por el hombre.
—Ah, coronel, eso lo decís porque sois joven y fuerte, no un viejo como yo al que los huesos le tienen mártir —replicó con acritud Friedrich—. No debería estar aquí, tengo cosas más importantes que hacer en Viena que no pateando caminos que apenas se pueden distinguir y viajando a un pueblo perdido de la mano de Dios para investigar absurdos asesinatos.
—La única cosa importante, estimado doctor —anunció Flückinger al anciano en un tono glacial que no admitía réplica—, es cumplir la voluntad del emperador. A los demás tampoco nos hace mucha gracia encontrarnos aquí; bueno, excepto a Lindenfets, claro está. Pero es nuestro deber hacer cumplir los dictados imperiales y llevar la razón y la sensatez a Medvedja.
         Friedrich no osó contestar, pero lanzó una furibunda mirada a Flückinger, que este le devolvió cargada de autoridad y arrogancia. El anciano, que no deseaba enzarzarse con alguien más joven y además imbuido de autoridad, se limitó a refunfuñar y aspirar otro poquito de rapé. A Flückinger los estornudos de su colega le sacaban de quicio. En ese momento se acercó al fuego uno de los conductores con los platos de la cena, que humeaban y despedían un olor no muy apetitoso.
—Esto es lo que más lamento —rió Lindenfets mirando con desagrado la espesa salsa donde nadaban varias patatas y supuestos trozos de tocino—, no tener un cocinero que prepare unos buenos guisos.
—Entre esto y acostarse con el estómago vacío, elijo comerlo —sentenció Siegele—; al menos esta caliente.

         Flückinger jugó con la cuchara removiendo el pastoso mejunje, sintiendo nauseas al sentir lo grasiento e insano que debía ser alimentarse durante mucho tiempo de tales platos, pero era lo que había y no servía de nada lamentarse, peor eran las gachas de cereales para desayunar; en fin, se lo comería para no tener que pasar la noche escuchando a su barriga lamentarse, pero un poco más tarde, cuando el hambre le hiciera no sentir el mal sabor de la comida.
—Doctor Flückinger —dijo Siegele mientras comía con fruición las patatas— ¿Queda mucho para llegar a Medvedja?
—Según el soldado que nos guía apenas tres días.
—Entonces pronto podremos investigar los crímenes. Llevo días leyendo una y otra vez los informes y he de reconocer que los encuentro apasionantes. ¿Será verdad que las víctimas fueron atacadas por espectros bebedores de sangre?
—Doctor Siegele —exclamó escandalizado Flückinger dejando en el suelo el plato—. No debemos caer en tales errores. Caballeros inteligentes y educados como nosotros debemos llamar a las cosas por sus nombres. Esos asesinatos han sido cometidos por hombres a los que debemos desenmascarar. Eso sin contar con que muchas de las víctimas bien pudieran haber muerto por enfermedades.
—Cierto, pero los informes de las autopsias revelan detalles que no se pueden explicar, y los testigos presenciales hablan de criaturas de las noches. Podemos pensar, estimado doctor, que quizás haya algo de cierto en ello. Los informes no pueden mentir.
—Esos informes han sido escritos por médicos del pueblo, doctor —intervino en la conversación Lindenfets—, no lo olvidemos. Puede que se hayan visto influenciados por el entorno y ver lo que los vecinos les hicieran querer ver.
—Pero los testigos…
—Los testigos son gente de baja estofa, analfabetos sin ninguna educación —cortó bruscamente Flückinger a Siegele—, supersticiosos en extremo y que han crecido con historias sobre fantasmas y muertos vivientes que se han trasmitido de padres a hijos. ¿Qué se puede esperar de gente así? Desde luego un testimonio fiable no. El informe dice que los testigos vieron muertos vivientes, pero eso no significa que sea cierto, tan solo constatan testimonios, no la verdad. Es nuestra tarea encontrar la verdad.
         En ese instante un aullido lejano y escalofriante resonó en la noche, semejante al que pudiera lanzar un alma condenada al encontrarse con su perdición. Los soldados se levantaron e hicieron amago de tirar de espadas y pistolas, vigilando sombríamente la oscuridad que les rodeaba. Los conductores se santiguaron y gimieron muertos de miedos mientras rezaban a toda una retahíla de santos y vírgenes. La fría Luna, en cuarto menguante, se alzaba en un cielo increíblemente tachonado de estrellas, dando al conjunto una belleza fría y siniestra.
—Por Dios bendito —preguntó inquieto Friedrich— ¿Qué ha sido eso?
—Una fiera, quizás un animal que ha lanzado su grito de muerte al ser cazado, no le demos mayor importancia —pero Flückinger no pudo evitar sentir como el corazón le latía con más fuerza y los pelos de la nuca y los brazos se le erizaban por el intenso miedo que por un momento sintió.
—Hum, no me extraña que los aldeanos crean en espectros y criaturas del más allá —dijo Lindenfets acariciándose el bigote—. Estos bosques umbríos y valles profundos invitan a ello, sobre todo con cosas como estas.
—Ese es el poder que tiene lo desconocido —aventuró Flückinger volviendo a coger el plato—, que nos hace creer lo que nuestra calenturienta mente o ignorancia quiere. Como no sabemos qué es lo que ha producido ese grito, nuestros miedos y pesadillas afloran al consciente y nos vuelven temerosos y cobardes. Ahora bien, si estuviéramos presentes en el origen del aullido y comprobáramos que tan solo era un conejo cazado por un búho, entonces nos reiríamos y olvidaríamos el asunto. Justo lo que tenemos que hacer, caballeros: olvidar.
—Pudiera ser, pero a mí eso no me pareció un conejo —sentenció Siegele.
         Nadie respondió y continuaron disfrutando del calor de la hoguera. Flückinger removió el estofado y cogió una patata con la cuchara, pero no tenía hambre y el guiso no servía para estimularle el apetito. Con una maldición dejó de lado la cena: prefería pasar hambre. Esa noche, como en las anteriores desde hacía pocos días, volvieron a escucharse los aullidos de los lobos en la lejanía, a veces muy distantes y otras más cercanos, consiguiendo que los nervios de los componentes de la expedición se crisparan. En el interior de la tienda cerrada que compartía con Lindenfets, Flückinger escuchaba el sonido melancólico de las bestias y se apretujaba en las sabanas. No le causaban terror, aunque sí cierta inquietud. Sabía que gracias a las fogatas y los centinelas armados con fusiles era casi imposible que los lobos acudieran para atacarlos, pero eso no quitaba que sintiera un poco de miedo ante la posibilidad de que las fieras les acecharan.
         Bufó con desprecio y se apresuró a dormir, ya que mañana sería otra dura jornada de marcha. El aullido de los lobos no le quitaría el sueño, ya se había acostumbrado, pero siempre que cerraba los ojos no podía evitar ponerse a pensar en siniestros ojos rojos que desde las densas sombras les espiaban con insaciable hambre y sed de sangre.

* * *

         La marcha prosiguió nada más amanecer, y no llevaban ni dos horas de recorrido cuando aconteció un suceso que perturbaría el hasta entonces tranquilo viaje. Dos soldados cabalgaban a paso tranquilo por delante y Flückinger y Lindenfets se hallaban enfrascados desde sus caballos en una agradable conversación sobre la necesidad de volver a los orígenes más puros del clasicismo greco-romano y renacentista en contra de otros estilos, que aunque más modernos, en esencia estaban desprovistos de toda razón y ciencia. Friedrich, como siempre, viajaba en el interior de un carro bajo un par de mantas, quejándose del frio y de un dolor de riñones que le impedía ponerse recto.
         El sonido seco de una detonación surcó el frío y prístino aire mañanero del invierno servio y varios pájaros alzaron el vuelo de las copas nevadas de los arboles. La comitiva se detuvo alarmada y todos miraron alrededor suyo. Atravesaban en ese momento un pequeño bosque compuesto en su mayor parte de antiguos pinos y abetos, y era tal el número de ellos, que no se podía ver más allá de diez o quince pasos de distancia. Uno de los soldados que iba en cabeza espoleó al caballo y se acerco al doctor Flückinger con expresión de alarma.
—Eso ha sido un tiro de pistola, doctor Flückinger —afirmó el soldado con mucha convicción.
— ¿Pero de donde ha venido? —preguntó Flückinger— El eco nos puede hacer creer que viene delante nuestra cuando en realidad ha podido ser a nuestras espaldas.
—Incluso puede haberse producido muy lejos y el viento haber traído la detonación hasta nosotros —apostilló Lindenfets muy serio—. Hum, esto no me gusta.
—Quizás haya sido un cazador —se añadió a la conversación Büttner.
—Lo dudo, señor —dijo el soldado—, nadie caza con pistolas.
—Bandidos entonces, habrá que andarse con cuidado. Que se envíen exploradores por delante, Lindenfets.
—Acertada decisión, doctor Flückinger.
— ¡Miren allá! —gritó el soldado que continuaba en la cabeza de la comitiva. El hombre, erguido en la silla de montar, señalaba hacia su izquierda, por arriba de las altas copas de los arboles. Al principio nadie logró distinguir qué era lo que señalaba el soldado, hasta que recortándose en el cielo gris y plomizo de nubes se pudo distinguir, no muy lejana, una fina columna de humo negro.
—Sería bueno echar un vistazo a ver qué es eso —dijo Flückinger.
—No lo aconsejó, doctor, si son bandidos podemos vernos envueltos en graves problemas. Quizás sea el humo de una fogata de un campamento —razonó Büttner con sensatas palabras.
—Quizás, pero me niego a continuar camino dejando a nuestras espaldas una posible amenaza. Sería bueno echar un vistazo para ver qué ocurre, evaluar la situación y seguir viaje sabiendo los riesgos que podemos correr. Lindenfets, tome dos soldados y vengan conmigo, el resto se quedará para proteger los carros.
         Lindenfets ordenó a los dos soldados que habían marchado en cabeza que cogieran los fusiles del carromato y se unieran a él. Luego, los cuatro juntos, espolearon a los caballos, saliéndose del camino e internándose entre la densa foresta, con el ruido de los cascos amortiguados por la espesa capa de nieve. Cuando ya hubieron recorrido un buen tramo y el humo negro se veía más cerca, Lindenfets recomendó descabalgar y continuar a pie a fin de no ser descubiertos por posibles centinelas. Ataron a los animales, comprobaron las armas y anduvieron entre los arbustos y los gruesos troncos de pinos centenarios.
         A medida que se iban acercando a su objetivo comenzaron a escuchar gemidos de alguien que sufría gran tormento y groseras carcajadas, además de un olor a carne quemada que les hería las narices. Apartaron con la mano y con mucho cuidado unos arbustos y descubrieron un claro donde una banda de diez hombres reían y se daban palmadas en hombros y espaldas. Se encontraban alrededor de un abeto y del que colgaba de una rama un hombre por los pies y que tenía maniatadas las manos a la espalda. Era él quien pronunciaba aquellos gemidos, ahora ya menos, pues justo debajo, casi a la altura de la cabeza, ardía una hoguera. El cuerpo del desdichado, desnudo, se encontraba ennegrecido y con la carne llena de ampollas y grietas por donde se asaba el musculo. Los individuos que gozaban viendo la tortura vestían como campesinos de la zona, y eran de tez oscura y pelo moreno, todos con espesos bigotes y aros en las orejas; se hallaban armados con toscas espadas, cuchillos y alguna que otra pistola al cinto. Eran bandidos, bastardos producto de la guerra larga y cruel entre el Imperio y los turcos, explicó un soldado. Posiblemente fueran medio servios, medio turcos, e incluso puede que en sus venas corriera también sangre gitana.
—Ese infeliz que se quema lentamente creo que es uno de ellos —siguió hablando el soldado en voz baja—, pues este tipo de ejecuciones se hace con aquellos que traicionan o roban a sus propios compañeros. Me extraña que estén tan cerca del camino, pero como en invierno no suele pasar nadie durante días se deben sentir seguros.
— ¿Qué hacemos? —preguntó Lindenfets.
—Nos superan en número —reconoció Flückinger con un susurro, indignado ante la infamia que se desarrollaba ante sus ojos—, pero no dejan de ser escoria. Es nuestro deber poner fin a tamaño crimen, ya que somos la Ley. Cuatro hombres como nosotros, junto con la sorpresa de nuestro lado, podremos acabar fácilmente con esa chusma. Este es mi plan. Los soldados se quedan aquí con los fusiles apuntando. Nosotros dos, Lindenfets, volvemos a por los caballos y nos situamos en aquel punto de allá, hacia la derecha. Los soldados dan el alto y si no se rinden abrirán fuego. En ese momento cargamos directos a por ellos junto con los soldados y les desbaratamos.
—Hum, vamos a ello entonces.
         Flückinger y Lindenfets volvieron a por los caballos y conduciéndolos por la brida les llevaron hasta el punto acordado, unos pocos pasos a la derecha de los soldados, que ya andaban apuntando con los fusiles a los bandidos, que no dejaban de reír y mirar el suplicio de la víctima. Los soldados dieron tiempo a que Flückinger y el teniente se situaran y montaran con sumo cuidado en los caballos para no alertar a los criminales y cuanto todo estaba ya a punto, uno de los soldados, el veterano de pelo cano, gritó con voz alta y clara.
— ¡Alto en nombre del Imperio! ¡Dense presos!
         Los bandidos dieron gritos de alarma y miraron hacia el origen de las voces, pero no sabían exactamente de donde venía el peligro. Desenvainaron espadas y cuchillos y uno de ellos sacó la pistola y disparó, pero el tiro zumbó muy alejado de los soldados. Fue entonces el turno de abrir fuego de los soldados y los fusiles detonaron con fuerza. Dos hombres cayeron con gritos y heridos de muerte.
— ¡Por el emperador! —gritó Flückinger espoleando al caballo y con una sonrisa en los labios, ya que a su mente acudieron los recuerdos de una vida menos complicada en el ejército.
         Lindenfets había desenvainado el sable de caballería, que presagiaba muerte segura, y Flückinger cogió la pistola del cinto. Los caballos surgieron veloces de la espesura, directos al abeto donde los bandidos no dejaban de gritar asustados y sumamente confusos. El doctor apuntó con calma a pesar del movimiento del animal y disparó. El tiro fue certero e impactó en la cabeza de uno de los malhechores. Lindenfets, con un grito de guerra, movió el sable y dio un tremendo tajo a un bandido que alzaba su espada dispuesto a defenderse. El tajo fue brutal y el hombre cayó al suelo con una brecha en el pecho que casi le partió en dos. El caballo de Flückinger arrolló a otro bandido y se escucharon el sonido de los huesos al quebrarse bajo los acerados cascos.
         Los dos soldados echaron a correr de su escondite y se unieron a la lucha, llevando la confusión a los bandidos que no atinaban a defenderse, como buenos cobardes que en realidad eran. Con las culatas, los soldados tiraron a golpes al suelo a dos oponentes y el resto de la banda, ya con las mentes cegadas por el pánico, echaron a correr en todas direcciones con la esperanza de perderse entre el bosque. Los soldados hicieron amago de perseguirles, pero Flückinger maniobró con los caballos y les interceptó.
— ¡No! Dejadlos huir. No tenemos tiempo para eso y puede que nos lleven a una trampa.
         Los soldados obedecieron y retornaron al abeto, para coger prisioneros a los dos bandidos; cinco cuerpos regaban la nieve con su sangre cálida. Lindenfets se apeó del caballo, apagó con nieve la fogata y con la ayuda de un soldado bajó al hombre del árbol. Flückinger le atendió, pero comprobó, dando gracias a Dios porque el estado del cuerpo era horrible, que el desdichado ya había fallecido; al menos ya había dejado de sufrir.
         Los dos bandidos fueron atados por los soldados y gemían pidiendo algo, pero no se les podía entender. El soldado veterano, de nombre Scheele, dijo que hablaban un dialecto de la zona, pero no sabía que decían. Lindenfets hizo un terrible descubrimiento al otro lado del inmenso abeto, en una zanja. Encontró el cuerpo de una mujer asesinada de un tiro en el pecho. Por el estado de las ropas y el cuerpo era evidente que había sido ultrajada numerosas veces.
—Y luego a los campesinos les asustan los fantasmas y las criaturas de la noche —se quejó amargamente Flückinger—. Los verdaderos monstruos son hombres como estos —y señaló a los dos bandidos.
— ¿Qué hacemos con ellos, señor? —preguntó el soldado veterano.
—Que entierren a la mujer y al desdichado que fue torturado. Luego, dado que somos la Ley por gracia del emperador, les colgaremos del mismo árbol donde pusieron a su víctima. Los cuerpos los dejaremos aquí, de pasto para las fieras y las aves carroñeras, como advertencia a los demás.
         Así se hizo y se llevaron a cabo con diligencia todas las órdenes de Flückinger, retornando después a la comitiva, donde dieron explicaciones al resto de compañeros. Esa noche no aullaron los lobos.

 


VAMPIRUS es una novela escrita por Juan Carlos Sánchez Clemares y publicada por Stuka Ediciones. Puedes adquirir la obra en grandes superficies o librerías, también en la página Web de la Editorial. Disponible en libro electrónico en Amazon.

No hay comentarios:

Publicar un comentario