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domingo, 15 de mayo de 2011

EL HADA LECHUGA


En el país de las hadas, más allá de nuestra imaginación, se había celebrado un acontecimiento que llenó de alegría a todos sus habitantes, pues una nueva hada había nacido. Siguiendo la costumbre, sus hermanas mayores le pusieron el nombre provisional de Aurora Blanca, por el color níveo de sus cabellos y la hermosa palidez de su piel.

Mas pronto Aurora se reveló como un hada inusual, pues a la edad de cinco años (unos trescientos según los patrones del mundo mortal) se había convertido en una bromista que se dedicaba toda la jornada a gastar pequeñas bromas y a contar chistes tanto a sus hermanas, como a los fantásticos habitantes del fabuloso país de las hadas. Las hadas, que por naturaleza eran serias y reservadas, no veían con buenos ojos el comportamiento de la última de su estirpe, pero como todavía era muy joven, le perdonaron con amor todas sus travesuras, confiando que con el tiempo el comportamiento de la pequeña cambiaría.

Pero Aurora, lejos de cambiar con la edad, se volvió más alegre y juguetona. Gustaba de irse con los centauros a retozar en el barro, con los unicornios a correr por las praderas, con los ratones blancos a celebrar fiestas bajo la Luna dorada donde la música y la bebida corrían sin control, y sus bromas seguían aumentando llenando de consternación a las demás hadas, que ya no sabían que hacer con la traviesa Aurora.

Un día, cuando Aurora cumplía castigo sin poder salir de su árbol por haber puesto ranas cantoras en el lecho de la Madre Hada, se le acercaron las hadas del Consejo y le comunicaron que era el momento de elegir nombre como era costumbre entre ellas. Normalmente un hada se quedaba con el nombre que le impusieron al nacer, pero a veces ocurría que lo cambiaban por otro que más les gustara, como en el caso de Aurora, que comunicó que deseaba ser llamada de otra manera. Sus hermanas le preguntaron que nombre le gustaba y Aurora respondió:

—Quiero ser llamada de una manera más divertida. Algo más distendido. Quiero ser… ¡el Hada Lechuga!

Las hadas del Consejo se miraron horrorizadas. ¿Pero qué nombre era ése? ¿Cómo era posible que un hada quisiera ser llamada de modo tan horrible?

—Vamos, vamos, pequeña —dijo un hada a Aurora—. No es el momento de gastar bromas. Elegir nombre es un asunto muy serio. Piensa con calma y elige otro acorde con lo que somos.

—Por eso quiero ser llamada hada Lechuga —respondió nuestra pequeña hada—. Sois todas muy serias y nunca os permitís sonreír. No disfrutáis de la vida y de los placeres que ésta ofrece. ¿De qué os sirve ser longevas y tener dones maravillosos si pasáis por la existencia como meros fantasmas? Me llamaré así porque de esta manera haré reír a todo aquel que me pregunte mi nombre.

Las hadas del Consejo, viendo que no iban a convencer a Lechuga de lo contrario, suspiraron resignadas y se alejaron. Desde luego, que les había tocado en suerte una carga pesada con su hermana díscola, pero como nada podían hacer, dejaron a Lechuga con su nombre y su peculiar punto de vista sobre la vida de las hadas.

El hada Lechuga continuó haciendo las delicias de los habitantes del país de las hadas, pero se aburría de no poder encontrar a alguien afín a ella, que la hiciera reír y compartir momentos maravillosos. En resumidas cuentas, a nuestra hada le entró el ansia viajera que les daba a todas las hadas jóvenes.

—Me iré al mundo de los mortales —le anunció un día a La Madre Hada—. Seguro que son más divertidos que vosotras.

—Haz lo que quieras —respondió con dulzura el Madre Hada, porque a pesar de que era una bromista de mucho cuidado, todas la querían con locura—. Pero te prevengo que el mundo de los mortales es gris y peligroso para nosotras. Sus habitantes están llenos de miedo e ira y dudo que encuentres a alguno que comparta tus ideas. Pero si tan decidida estas a marcharte no te detendré. Y cuando quieras volver, aquí estaremos para recibirte con los brazos abiertos.

El hada Lechuga se despidió de todas sus hermanas entre abrazos y lágrimas y marchó rumbo a la aventura, a lo desconocido. ¿Qué misterios encontraría en el camino? ¿Qué vería más allá de su mundo? Atravesó la barrera que separaba el país de las hadas del de los mortales y apareció en mitad de un oscuro bosque de enormes árboles y curiosas ardillas. Lechuga revoloteó de un lado a otro observando con emoción el bosque. Que tan distinto era de los bosques de las hadas. Cierto es que éste era más oscuro y con menos color, pero la abundancia de vida era tal, que los bosques de las hadas palidecían en comparación a pesar de sus ríos de néctar.

Pero nuestra pequeña amiga no quería conocer de momento a los animales, sino que sentía una atracción irresistible hacia los mortales que poblaban este mundo de un solo sol. Batiendo las luminosas alas con fuerza, Lechuga comenzó un viaje que le llevaría a… a…, pues no sabía donde, porque tomó la primera dirección que se le ocurrió. Que fuera lo que el padre Destino quisiera.

Voló mucho y lejos. Dejó atrás el bosque con sus ciervos de mirada pacifica y sus zorros de pelo rojizo. En un momento dado encontró un camino de color negro que atravesaba el campo y decidió seguirlo para ver hasta donde le llevaba. En ocasiones por el camino negro aparecieron extraños animales de colores llamativos que iban y venían a unas velocidades increíbles. Cada vez que pasaba una de estas cosas (no sabia como llamarlas), dejaban tras de sí un olor a quemado y un ligero regusto a metálico. ¡Qué cosas más maravillosas ve una cuando viaja!

Siguió volando y atravesó campos enormes de cultivos. Los reconoció porque las hadas también tienen huertos, si bien mucho más pequeños y hermosos. Ahora en el horizonte se recortaban monstruosas edificaciones y se podían observar más veloces animales que iban y venían por el camino negro. Lechuga se detuvo fascinada y decidió dirigirse a una enorme carpa de colores que vio a un lado de las grandes construcciones. Y por fin observó a los mortales.

Eran muchos, cientos, quizás miles, e iban en pareja o en grupos llevando a sus crías con ellos. Parecía que confluían al interior de la carpa de colores y portaban con ellos deliciosas viandas. Lechuga (que era invisible para los humanos al igual que el resto de las hadas) decidió entrar en la carpa también y aprender todo lo que pudiera del mundo de los mortales. Lo que vio le llenó de asombro.

Los mortales se sentaban en una grada circular y reían, gritaban de júbilo y batían palmas mientras otros mortales en una pista de arena hacían cabriolas, malabarismos, jugaban con tigres o elefantes, se tiraban globos de agua o volaban por los aires gracias a palos con cuerdas que colgaban del techo. ¡Qué maravilla! ¡Cuánto esplendor! ¡Y qué alegría reinaba en el lugar! El hada Lechuga estaba a punto de estallar de emoción. Todo era tan bonito y diferente. Entró en la mente de un mortal y descubrió que estaba en un lugar llamado “circo”. Pero no sólo descubrió esto, sino otras cosas como “coche”, “carretera”, “niños”, “palomitas”, “algodón con azúcar”, “dinero” y un montón más. ¡Los humanos, a diferencia de las hadas, necesitaban de un montón de cosas para vivir! Que curioso.

El hada revoloteó de aquí para allá contagiada de la alegría del lugar, y cuando el espectáculo terminó y todos se retiraron, voló hacia un puesto y comió hasta hartarse de algo que estaba delicioso y se llamaba “manzana con caramelo”. Que bonito era todo. Pero había llegado el momento de ver más cosas.

Emprendió el vuelo de nuevo dirección a lo que sabía ahora era una “ciudad”. Entró en ella de noche y sus luces de colores la fascinaron. Altas construcciones se elevaban imponentes hasta el cielo, mientras otras por el contrario eran bajas con jardines de bonitas rosas a sus lados. Había mucha diversidad. Parece ser que los humanos no se contentaban con tener la misma casa, sino que cada uno quería un hogar diferente. Voló entre las luces de neón y los escaparates llenos de cosas fantásticas y misteriosas. ¿Qué debía ser una “lavadora”? ¿Y un “televisor”? Había edificios donde los mortales entraban en gran número, daban unos papeles y se llevaban cosas en bolsas. En otros lugares se reunían, comían y bebían mientras hablaban y se divertían. Uno de estos sitios casi la atontó debido a la música. Era tan alta que las vibraciones en el aire le impedían volar de manera correcta, pero tuvo que admitir que la música tenía cierto ritmo que impelía a danzar libre de toda precaución. ¡Cuantas cosas veía! Parecía increíble que pudiera haber tanto en el mundo de los mortales, tanta vitalidad y tantas ganas de disfrutar.

Mientras volaba, el hada Lechuga se fue apartando de las calles principales y pronto llegó a otras más oscuras, estrechas y con menos gente. Allí, nuestra amiga descubrió otra faceta diferente de los humanos. Allí no había tanta alegría, ni los rostros de los mortales expresaban satisfacción. Allí el sentimiento era más triste, y la suciedad y el desamparo cundían por todos los rincones. Vio miseria, gente tirada por las calles sin esperanza. Casas pobres, repletas de niños llorando o de dramas que ella no podía comprender. ¿Qué habían hecho mal estos mortales para que fueran castigados? ¿Por qué no vivían como los demás? ¿Eran tal vez rebeldes o criminales? Espoleada por la curiosidad, nuestra hada entró en la mente de una mujer que se paseaba arriba y abajo por una calle y que portaba una mezcla algo exagerada de olores perfumados. Fue así como descubrió otras palabras: “prostitución”, “desempleo”, “malos tratos”, “desigualdad”, “pobreza”, “injusticia” y muchas más.

Pobre hada Lechuga. Esta gente no eran bandidos, sino simplemente personas olvidadas que tenían la mala fortuna de estar en el lugar equivocado. Lechuga lloró mucho, pues era un hada de corazón sensible y no pudo evitar sentir mucha tristeza ante el desamparo de los pobres y enfermos de un mundo mortal de tan violentos contrastes. De donde ella venía, nadie pasaba hambre ni era desdichado por mucho tiempo, pues las hadas se ayudaban entre sí. ¿Por qué los mortales no hacían lo mismo? ¿Por qué dejaban que unos vivieran en la opulencia y otros no tuvieran ni para comer?

Pero a pesar de que lo que vio le dejó con el alma compungida, también descubrió una nueva faceta de los humanos. Y es que nunca se rendían a pesar de las adversidades, que siempre tenían un hilo de esperanza sobre el que las cosas podían cambiar y que pretendían hacer las cosas bien. Se sentían muy orgullosos de sus hijos y querían que estos fueran mejores que sus padres. Ciertamente, había una luz de inconmensurable belleza en el alma de todos los humanos.

Pero había que ver más, conocer más de este mundo rico en estímulos mentales. Lechuga batió las alas y voló lejos, elevándose por encima de los enormes edificios. Dejó atrás la ciudad y volvió a estar en el campo. Tomó otra carretera y la siguió. A no muy tardar descubrió otra ciudad, pero estaba cansada y hambrienta y debía hacer un alto en el camino. Comió algo llamado “pollo” y “ensalada” junto a una familia que estaba sentada en la hierba, durmió debajo de unos rosales y por la noche se encontró fresca y fuerte.

Allá fue otra vez. Entró volando en la nueva ciudad y exploró las calles con expresión de maravilla. Eventualmente se introducía en la mente de algún paseante para descubrir mas cosas. Pronto, conceptos como “trabajo”, “oficina”, “guerra”, “cine”, “museo”…, le empezaron a ser familiares, pero llegó a una conclusión. De esta manera sólo podía vislumbrar un poco del fascinante mundo de los mortales, y ella quería saber más, quería comprenderlo todo. Para eso, debía estar con un humano un tiempo. ¿Querría alguno de ellos compartir su vida con ella?

Voló por las avenidas intentando descubrir el candidato perfecto. Tenía que ser alguno de mente abierta, sincera y alegre. Llegó a una plaza abarrotada de gente y revoloteó entre la muchedumbre. Ninguno de ellos le interesó. Todos estaban cerrados a sus propios mundos y sus problemas. ¡Y ninguno creía en las hadas! Increíble. Entró en un edificio imponente de grandes columnas de mármol. Salió deprisa. ¡Las mentes aquí eran muy serias! Tal vez no buscara bien. Decidió pasar a un edificio de color rojo. Voló por las escaleras y se detuvo ante una puerta. ¿Qué habría tras ella? La atravesó (para las hadas no existían puertas ni paredes) pero salió decepcionada. En esa casa sólo había una pobre mortal muy anciana de mente perdida. ¿Por qué no había nadie con ella para vigilarla? Entró en otros hogares, pero no encontró nada que se ajustara a lo que estaba buscando. Probó con la última.

El hada Lechuga vio a un hombre sentado escribiendo en un papel. Era el primero que descubrió que estaba en un hogar sin la televisión encendida. Curiosa, se acercó para mirar que estaba escribiendo el humano. Se posó con delicadeza en el hombro del mortal y leyó: “… y el caballero, lanza en ristre, carga con valor contra el enemigo. No le importa que su adversario sea mejor que él ni que este mejor armado….”. Lechuga lanzó una exclamación de sorpresa. ¡Era un cuenta cuentos! ¡Este mortal era un narrador de historias! Entró en su mente y maravillada descubrió que este mortal sí creía en las hadas y en los unicornios, duendes y fantasmas. En su mente había historias mil, llenas de fantasía y emoción, tristes y alegres, aventuras épicas y sencillos romances. Era un espíritu abierto y cálido, que desprendía simpatía y ganas de vivir a raudales. Por fin había encontrado lo que buscaba.

Lechuga se instaló en la casa del escritor y pronto comenzó a hacer de las suyas, como mover un libro de sitio, apagarle el agua caliente cuando el hombre se estaba duchando o desconectar el microondas cuando se estaba haciendo palomitas de maíz. Pero el escritor todo se lo tomaba con humor e incluso más de una vez lanzaba carcajadas ante las hilarantes situaciones. A Lechuga le encantaba el humano. Muchas veces entraba en su mente y asimilaba toda su experiencia y conocimientos, que eran muchos, pues era un hombre culto e inquieto que siempre deseaba aprender más.

Pero también el escritor era un alma solitaria que a veces se sentía triste y sola, pues poca gente entendía porque hacía lo que hacía, que era escribir historias, y muchos le recriminaban que no se dedicara a otra cosa más seria y rentable. Además, el mortal no obtenía apenas ingresos de sus relatos y en ocasiones lo pasaba realmente mal, pues en este mundo no se podía sobrevivir sin dinero, como descubrió consternada nuestra hada. Pero a pesar de todo, el escritor era una persona luchadora, con gran confianza y un sueño por alcanzar, que era que todo lo que escribía fuera leído por miles de personas. Cada vez que terminaba un relato, el escritor sentía una oleada de orgullo y lo dejaba a todo aquél que deseara leerlo, así que a pesar de que su situación económica era más bien precaria, era feliz porque hacía aquello que quería.

Para el hada Lechuga era maravilloso como el hombre perseguía sus ilusiones y como siempre en su interior había alegría y ganas de jugar y disfrutar. Compartió con él el momento sublime de crear las historias, así como las acciones cotidianas y las rutinas domésticas. Era testigo de sus fracasos y triunfos, de su vitalidad arrolladora y su encantadora personalidad. De esta manera, a través del escritor, el hada comprendió un poco más el mundo de los humanos.

Pero nuestra hada sintió crecer en su interior un sentimiento con el que ella no había contado y que al principio no pudo reconocer. Con el transcurrir de los días, de las semanas, de los meses, Lechuga notó como el cariño y la admiración que sentía hacia el escritor se iba transformando en amor y se sorprendió a sí misma al pensar en cuanto le gustaría poder ser vista por el humano. Si sus hermanas supieran de sus sentimientos se sentirían escandalizadas, pues que un hada pudiera sentir amor por un mortal era algo que a ellas les parecería del todo reprochable.

Pero Lechuga no era un hada como las demás como siempre lo había demostrado, y con la certeza que daba el estar enamorada, tomó una decisión. Dado que el escritor no podía verla, decidió introducirse en su mente, aparecerse en sueños y, de esta manera, estar a su lado. Y así lo hizo. Todas las noches se manifestaba en sueños al hombre, le tomaba de la mano y le llevaba por los hermosos mundos del reino de los sueños. Y cuando llegaba el día, Lechuga se posaba con ternura en el hombro de su amado para suspirarle al oído su amor y fidelidad.

El escritor sintió una alegría inmensa que le llenaba siempre y ya nunca volvió a tener la sensación de estar solo. Todas las noches se acostaba con una sonrisa porque sabía que soñaría con un hada hermosa de cálida alma que vendría a verle y le prometería amor eterno. Su felicidad aumentaba día tras día y ello se veía reflejado en sus obras, que empezaban a alcanzar unas cotas de calidad inimaginables, pues cada palabra era ahora escrita con sumo cuidado y cargada con todos los sentimientos puros y hermosos que sentía por la noche al estar junto a su amada visitante onírica.

Pronto, el elixir de felicidad que el escritor derramaba en sus obras llamó la atención de los demás y los editores consintieron en publicar sus obras, logrando de esta manera, hacer que sus relatos llegaran a muchas partes y fueran leídos por miles de personas haciendo con ello, que el mundo fuera un lugar un poquito mejor al conseguir la fantasía lo que no podía hacer la vida misma a veces, que era dejar volar la imaginación y aprender cosas. La fama y la riqueza llegaron al escritor, pero éste no les hizo mucho caso, pues su verdadero tesoro era el hada de luminosas hadas que todas las noches le cantaba su amor en un idioma dulce de tonalidades perfectas. El hada Lechuga se sentía más feliz de lo que nunca se había imaginado y juntos, ella y el mortal, lograron una comunión espiritual tal, que ambos supieron sin lugar a dudas que ya no podían vivir el uno sin el otro.

Pero el tiempo, inexorable, transcurrió, y, un buen día, el escritor notó como la Dama Muerte venía a por él. Nuestra hada lloró con amargura, pues en su inocente amor siempre había pensado que éste sería eterno. Pero los mortales no eran como las hadas y su existencia vital era mucho más corta. Lechuga se introdujo por último vez en los sueños de su amado y le llevó volando, tomándole de la mano, hasta el umbral del tránsito definitivo, el lugar que hasta ella misma tendría que cruzar en su momento. Y allí se despidió de su querido escritor, del humano que quería mas que su propia vida, con la promesa de que volverían a estar juntos, pero esta vez para la Eternidad. Y el escritor, dando un beso a su hada Lechuga, con una sonrisa en su amable rostro, partió hacia el viaje más hermoso e increíble que pudiera imaginar.

El hada Lechuga sintió como su corazón se partió de dolor y durante mucho tiempo vagó por el mundo sin saber hacia donde y que hacía. Pero poco a poco comprendió que la Vida estaba compuesta de momentos dichosos y tristes, pues así la balanza estaba equilibrada y se podía saborear la dicha de vivir en su totalidad. Recuperando su habitual buen humor y su enorme caudal de amor, Lechuga retornó al país de las hadas porque tenía melancolía de su hogar.

Hubo regocijo en el país de las hadas al regreso de Lechuga, y sus hermanas y todos los habitantes del fabuloso mundo hicieron una gran fiesta en su homenaje. La Madre Hada, abrazando y besando a su hija más traviesa le preguntó que tal le había ido con los mortales, y nuestra hada le contó su historia de amor con el afable escritor. La Madre Hada, viendo lágrimas en los ojos de Lechuga, le tomó de las manos y con voz dulce le dijo.

—Mi adorable hija, los mortales viven apenas un parpadeo comparados con nosotras, pero déjame decirte que incluso ese parpadeo es un momento eterno cuando se vive con toda su intensidad, y que es mejor haber amado sólo un instante que no hacerlo toda una vida. Sé que el dolor de la pérdida de tu amor te embarga el ánimo, pero piensa que todas nosotras hemos pasado por el mismo trance. No quise decírtelo antes porque era algo que tu misma debías descubrir, pero todas las hadas tarde o temprano encuentran un espíritu hermoso y sereno, ya sea varón o mujer, con el que se sienten afines y le aman hasta el final. Así es como nos perpetuamos, pues estamos hechas de las sustancias de los sueños y el amor infinito de los humanos. En tu interior crece la semilla de una nueva vida y la perpetuidad de la fantasía. Nunca ya más estarás sola y el alma de tu escritor sentirá dicha cuando su semilla fructifique y derrame felicidad en el entorno. Alégrate, hija mía, pues tu amor no ha muerto, sino que se ha transformado en algo diferente y maravilloso.

Y el hada Lechuga lloró, pero no ya de tristeza, sino de felicidad, pues comprendió entonces que el escritor estaría para siempre con ella. Y dejó que las sombras de la desesperación fueran barridas por la Luz de la comprensión. Y que si la Vida a veces te da momentos amargos, también te da enormes recompensas, y que siempre, siempre, había que luchar por los sueños y hacer de este, o de cualquier otro, un mundo mejor y más lleno de color y amor.

Y colorín colorado, éste cuento se ha acabado.

Este cuento lo puedes leer en mi libro CUENTOS MARAVILLOSOS y también en la revista RED de EDITORA DIGITAL.





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